El secreto de la reina

8

Cecilia, a diferencia de la primera pretendienta, avanzaba con pasos inseguros. Caminaba temerosa, con zancadas tan pequeñas que más recordaba a una liebre asustada que a una futura reina. Su cabello rubio cenizo estaba recogido en una alta coleta, de la cual caían mechones sueltos en rizos ondulados. La joven no levantaba sus ojos castaños hacia el rey, escondía la mirada en el suelo y mantenía los brazos pegados con fuerza al cuerpo.

El vestido anaranjado evocaba un sol poniente, mientras que la línea del escote, ribeteada con encaje blanco, atraía las miradas. Anwar desvió la vista hacia la ventana. A aquella muchacha aún le faltaba demasiado para compararse con Aine, que parecía perfecta en todo. El rey volvió a maldecirse en silencio y observó con indiferencia cómo Cecilia, con manos temblorosas, tomaba los cristales.

Los minerales se tiñeron de un verde oscuro, semejante al tono del malaquita. Un murmullo de asombro recorrió la sala, seguido de aplausos. Cecilia había resultado más fuerte que Milberga, y por lo tanto, estaba destinada a convertirse en reina. Anwar la contemplaba sin emoción alguna. No despertaba en él el menor sentimiento.

El sumo mago frunció el ceño. Alzó las palmas hacia arriba, llamando al silencio:

—Para confirmar los resultados, pediré a la duquesa de Widensburg que se quite el colgante.

Las miradas se dirigieron a la cadena de plata con un ágata ovalado. El mineral, de un negro intenso, brillaba en el cuello de Cecilia como si fuese un trozo del cielo nocturno. La joven colocó la piedra en el pedestal y enseguida se aferró con pánico a la joya:

—¿Por qué? Aunque sea solo un adorno, para mí es muy valioso.

En la otra mano seguía sujetando el cristal, como si se enorgulleciera de la fuerza de su magia. Titus negó con la cabeza:

—Noté chispas extrañas en el ágata en cuanto tomaste los cristales. Tengo sospechas que no me atrevo a enunciar sin antes confirmarlas.

—¡Esto es indignante! —el duque de Widensburg se levantó de un salto—. No permitiré que humillen así a mi hija. Ha ganado la prueba, le corresponde ser reina, y quien no lo acepte deberá resignarse.

Titus acarició su barba salpicada de canas:

—Yo defiendo que gane la más fuerte. Que la duquesa se quite la joya y vuelva a demostrar su nivel de magia. Después de eso, yo mismo la felicitaré por la victoria.

Los ojos de Cecilia se llenaron de miedo. Palideció y miró a su padre con súplica. El duque de Widensburg insistió con firmeza:

—No lo permitiré. Es humillante, ofensivo e inadmisible.

—Es solo una joya, nadie pide que la duquesa se quite el vestido —Titus mantenía la calma, lo cual enfureció aún más al duque:

—¿Cómo se atreve? Esto es la elección real, y usted quiere ridiculizar a mi hija.

—Sin la joya no será un hazmerreír. No le veo sentido a prolongar esta discusión.

El sumo mago extendió la mano y el colgante apareció en su palma.

El cristal en manos de la muchacha cambió a un tenue azul celeste. Un murmullo de desaprobación recorrió el salón. Con un nivel tan bajo de magia, Cecilia no podía convertirse en reina. Soltó el cristal, que cayó al suelo, y se cubrió el rostro con las manos, como deseando huir lejos de aquella vergüenza.

Anwar frunció el ceño:

—¿Qué significa todo esto?

—Este colgante —Titus levantó la joya sobre su cabeza— es un acumulador de magia. Con él, el poder del mago se incrementa. Intentaron engañarlo, Majestad. En realidad, la duquesa de Widensburg posee un nivel bajo de magia; el cristal mostró la fuerza de la piedra, no la suya.

Engañarlo. Anwar cerró los ojos con cansancio. Le parecía que todos a su alrededor solo se dedicaban a eso. El pecho le ardía de ira, y rugió como una bestia furiosa:

—¡Fuera todos! Déjenme solo con los Widensburg. Titus, tú también quédate.

Los cortesanos obedecieron al instante. Miraban con desprecio a la familia ducal, murmuraban entre sí y lanzaban comentarios al pasar. La única que no ocultó su satisfacción fue Milberga. Se levantó con calma, sonrió al rey con ostentación y salió del salón con porte majestuoso.

Anwar taladró con la mirada a la joven duquesa:

—Espero sus explicaciones, milady.

Cecilia bajó la cabeza con culpa y no se atrevió a alzar los ojos al rey. Temblaba como una hoja de álamo sacudida por un viento fuerte. El duque de Widensburg, en cambio, mostró más valentía:

—¡Majestad! Todo esto es una calumnia, una trampa. Mi hija es inocente.

—No me dirigía a usted —gruñó severamente Anwar, y el duque no tuvo más remedio que callar. El rey entrelazó las manos sobre el vientre:

—Cecilia, ¿sabe cuál es el castigo por engañar al rey? Son demasiado joven para despedirse de la vida, y por eso haré una excepción con usted. Si me dice la verdad, le concederé el perdón.



#21 en Fantasía
#4 en Magia
#127 en Novela romántica

En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 07.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.