El secreto de la reina

10

Aineria estaba inquieta antes de la llegada de Anwar. Habían acordado encontrarse en territorio neutral, y como tal se eligió la mansión del duque de Mardersburgo. Aquella casa pertenecía antaño a Flamaría, pero ahora las tropas de Dalmaría habían ocupado por completo el ducado.

La joven no quería que Anwar supiera de su embarazo. Deseaba borrarlo de su vida y no verlo nunca más. Elizar había ideado un plan astuto, pero Aineria temía que no funcionara.

De pie frente al espejo, con un vestido púrpura de amplias faldas y ajustándose la corona dorada, se recordaba a sí misma que una semana antes había tenido lugar la coronación oficial. El poder, al fin, le pertenecía legítimamente.

Elizar tomó con ternura sus manos:

—No te preocupes, amor. Derek es un maestro de la ilusión, logrará confundir a Anwar. Qué fortuna que haya conseguido llegar hasta aquí: ahora estará a nuestro servicio.

Aineria le sonrió con dulzura. Elizar procuraba no presionarla; la trataba con cuidado y afecto, se había convertido en un marido ejemplar. Tenían aposentos separados, y eso a ella la complacía por completo. Al menos nadie era testigo de sus lágrimas, derramadas en las frías noches. Los recuerdos de Anwar se negaban a abandonarla y desgarraban sin piedad su alma.

La muchacha asintió con inseguridad, y Elizar hizo pasar a Derek. El hombre se inclinó profundamente:

—¿Cómo deseáis que luzca la reina de Dalmaría?

Aineria vaciló. Aquel engaño no le agradaba. Elizar, notando su duda, alzó las manos en señal de justificación:

—Estamos obligados a actuar así. Piensa lo que hará Anwar si se entera de tu embarazo. Te acusará de haberlo planeado. Y si llega a descubrir que la antigua sirvienta es en realidad la reina de Dalmaría, casada conmigo, jamás firmará el tratado de paz. Esta guerra no terminará nunca. ¿Acaso eso es lo que quieres?

Ella negó con la cabeza. Sabía que Elizar tenía razón, y Vincent apoyaba por completo su plan. Con un suspiro pesado, miró el espejo con indiferencia:

—Que parezca joven, pero no demasiado. No creo que sean necesarias transformaciones radicales; bastará con alterar un poco la apariencia.

Derek asintió y agitó la mano. Aineria se vio más alta, con una papada incipiente y un lunar pronunciado en la mejilla. Sus grandes ojos azules se estrecharon en pardos, la nariz se volvió chata y los labios finos; nada quedaba ya de la auténtica reina. Solo su cabello castaño permanecía inalterado.

La joven tocó con recelo aquel lunar:

—¿No podría desaparecer?

—Sí, podría —asintió Derek—, pero pensé que atraería la atención. Anwar recordará la marca y casi nada más de tu aspecto.

—¡Un movimiento astuto! —Elizar no ocultó su entusiasmo—. Una reina así es justo lo que necesita Dalmaría. Atractiva, pero sin deslumbrar. No te preocupes, Aineria, Anwar jamás se enamorará de ti.

El corazón de la muchacha se contrajo en un nudo doloroso. En realidad, anhelaba que él la amara, deseaba probar el sabor de su amor. Solo debía resistir unas horas más, firmar el tratado de paz y no volvería a verlo nunca.

—¿Estás seguro de haber ocultado mi embarazo?

—Sí. Mientras el tiempo sea corto, puedo sostener esta ilusión. No os preocupéis, Alteza, Anwar no sabrá que es su hijo. Además, he modificado un poco vuestra voz.

La seguridad de Derek la tranquilizaba. Le incomodaba, claro, que Elizar hubiera revelado detalles tan íntimos, pero prefirió guardar silencio.

Poco después anunciaron que el rey de Flamaría había llegado con su séquito. Aineria, como si quisiera retrasar el momento, caminaba despacio hacia el salón. Sus piernas pesaban como plomo, cada paso era una prueba. Estaba a punto de ver a Anwar. La nostalgia por aquel hombre desgarraba su alma y rompía su corazón. No había pasado una sola noche sin que llorara por él. El embarazo la hacía aún más sensible.

Con pompa se anunció su entrada y se abrieron las puertas. Aineria se quedó petrificada, incapaz de avanzar. Sus ojos se encontraron con los oscuros de él y cayó en aquel abismo que tantas veces la había arrastrado hacia la locura.

El hombre estaba sentado a la mesa, observándola abiertamente. Sus ojos recorrieron su rostro, delinearon su figura y se detuvieron en su cabello. Aineria temía que hubiera descubierto el engaño, que viera su verdadero rostro. Se obligó a entrar en el salón:

—Es un honor encontrarme con Vos, Majestad. Confío en que logremos alcanzar la paz.



#21 en Fantasía
#4 en Magia
#127 en Novela romántica

En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 07.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.