El secreto de la reina

11

El hombre se levantó, tomó sus deditos cubiertos por el fino guante claro y los abrasó con un beso. Ainerin cerró los ojos y trató de no caer. El roce de sus labios, aunque a través de la tela, despertó sentimientos que no debía permitir. Quería olvidar los acuerdos, lanzarse a su cuello, confesarlo todo y rendirse a su misericordia. Lo que más anhelaba era besar aquellos labios que jamás serían suyos.

Él estaba comprometido, y ella, casada. Como un mantra, la joven se obligaba a repetírselo y a fingir indiferencia.

Anvar se enderezó y con un tono frío rompió el silencio:

—Todo depende de usted y de los acuerdos que podamos establecer.

Aineria asintió, y con cortesía le acercaron una silla en la que se sentó. Anvar, junto con sus delegados, tomó asiento frente a ella. A su lado derecho estaba Vincent, y al izquierdo, Elizar. Este, como si quisiera subrayar su importancia, se acomodó la corona en la cabeza de manera ostentosa. Aquello no pasó desapercibido para Anvar, que había acudido sin corona alguna:

—Debo admitirlo, no esperaba que con tal de convertirte en rey, aunque fuera en un rincón, fueras capaz incluso de casarte. ¿Y qué hay de tu eterno amor por Aine? ¿Acaso desapareció en cuanto viste la corona?

—Nada me impide amar a dos mujeres al mismo tiempo —Elizar lo miraba con descaro, sus ojos grises chisporroteaban.

Anvar rió fingidamente:

—¿De veras? —y desvió la mirada hacia la reina—. ¿Cómo logró convencerla de casarse con él y al mismo tiempo permitirle disfrutar de los servicios de una concubina?

Aquellas palabras sonaron demasiado ofensivas. Aineria sintió una punzada amarga al comprender que el hombre amado la veía como la concubina de Elizar. Frunció el ceño con rabia:

—Mi vida personal no es de su incumbencia. Estamos aquí por otros motivos. Además, nosotros no mencionamos a sus numerosas concubinas.

—No las mencionan porque no existen.

Aineria cerró los puños con fuerza. Para él, ni siquiera era digna de ser considerada concubina, apenas un pasatiempo pasajero. Aquello la convenció aún más de que hacía bien en guardar en secreto su embarazo. Se sorprendió mucho cuando supo que Anvar estaba oficialmente comprometido con Milberga. No solo la había utilizado a ella, sino también a Sisilia. Decidió recordarle a su futura esposa:

—Pero sí hay una prometida.

—Y le guardo fidelidad.

—Lástima que no lo hiciera antes —murmuró la reina, en voz tan baja que parecía no querer ser escuchada.

Anvar observaba con atención la reacción de Aineria. Con sus maneras, entonación, respuestas punzantes y la seguridad en la mirada, le recordaba demasiado a Aine. Y además estaba esa ilusión. ¿De veras pensaban que no notaría los encantos lanzados sobre ella? Anvar intentaba atravesar los escudos y romper el hechizo, deseaba ver lo que le ocultaban. Pero la magia no cedía; no podía deshacer aquel espejismo.

El hombre apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante:

—¿Para qué necesitan esa ilusión? ¿Qué me están ocultando?

La miró con desafío, buscando respuestas en los ojos de la reina. Ella permaneció inmóvil, se quedó petrificada un instante, y luego, como si reuniera valor, le sostuvo la mirada y respondió:

—Un mal maquillaje. ¿Podemos empezar a discutir el armisticio o seguiremos hurgando en mi ropa sucia?

—Discutiremos el tratado, aunque debo admitir que hablar de su ropa sucia es mucho más interesante —Anvar se recostó en el respaldo de la silla con aire relajado, sin apartar de ella su mirada escrutadora. Parecía burlarse.

Una pesada inquietud oprimía el pecho de Aineria. Él lo sabía. Había visto a través de la ilusión y podía descubrir más de lo que ella estaba dispuesta a mostrar. La joven sentía una atracción irresistible hacia Anvar; un calor le nacía en el vientre, deseaba sentir sus caricias y confesarlo todo.

La voz de Vincent la rescató de caer en aquel abismo:

—Proponemos fijar la demarcación según las fronteras del año 5678.

Ainerin se sorprendió de aquel sistema de cómputo, pero procuraba acostumbrarse a las nuevas condiciones. Anvar entornó los ojos con expresión depredadora y guardó silencio. Reflexionaba con claridad sobre la propuesta.

—De acuerdo —dijo al fin—, pero Vapuria y Cicladia también deberán pasar a Flamaría.

—Eso es inaceptable —Ainerin no pudo contenerse y golpeó la mesa con el puño. Durante esas semanas había estudiado a fondo la historia de su nuevo país—. Esas tierras pertenecían a Damaría incluso antes de la guerra.

—Y antes de eso, hace ochenta años, eran consideradas flamarias. Y además, quiero que me paguen reparaciones, que compensen los bienes destruidos.

Un silencio tenso se apoderó de la sala. Todos intentaban comprender si Anvar hablaba en serio. Sus exigencias superaban con mucho las expectativas. Elizar frunció el ceño:

—¿No te parece demasiado lo que pides, hermanito? —acentuó con fuerza la última palabra.

Los oscuros ojos de Anvar lanzaron un destello:

—En absoluto. Comparado con los daños causados, es una miseria. ¿Quién devolverá a las esposas a sus maridos, a los niños a sus padres? ¿Quién devolverá la juventud malgastada en la guerra? Lo mínimo que pueden hacer es reconstruir lo que destruyeron.

—Ni yo ni ustedes iniciamos esta guerra, pero somos nosotros quienes debemos ponerle fin —Aineria intentó hablar con firmeza, aunque por dentro temblaba ante la presencia de su amado—. Les hemos hecho una propuesta generosa, estamos dispuestos a liberar un amplio territorio, pero Vapuria y Cicladia no se las entregaremos. Y nadie pagará reparaciones. Ustedes también destruyeron nuestras ciudades y nosotros también podríamos reclamarlas. Pise la tierra, Anvar. Usted no ha ganado esta guerra. Esto es solo una tregua, porque los reinos están exhaustos. Sé cuánto ansía que, por fin, reine la paz. Tiene la oportunidad de lograrlo. No exija lo imposible y permita que su pueblo viva en tranquilidad.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 07.09.2025

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