El secreto de la reina

13

—No lo prometí, solo asentí —Aineria liberó su mano de la de Elizar y tomó el tenedor—. Creo que una ligera ilusión que disimule arrugas y defectos de la piel no le estorba a ninguna mujer.

—¿Así que todo esto es para impresionarme con su belleza? —los ojos de Anvar se entrecerraron con astucia. Parecía un depredador que por fin había atrapado a su presa. Aineria intentó no mostrar su inquietud:

—No solo a usted. Siempre estoy en el centro de atención, no quiero que mis súbditos vean imperfecciones en mi aspecto. Considere esta ilusión como un simple maquillaje.

Parecía que Anvar sospechaba algo. Durante toda la velada no apartó de la reina su mirada escrutadora, pendiente de cada uno de sus movimientos. Aineria se enfurecía al comprobar que Anvar ni una sola vez la mencionó directamente. Al menos, por cortesía, podría haberse interesado por Aine. Su comportamiento no hacía más que demostrar la indiferencia del hombre hacia ella.

Entre los hermanos se percibía tensión. Buscaban herirse con palabras, aunque ninguno nombraba la huida. Elizar, como si quisiera abrir de nuevo heridas frescas, lanzó con fingida despreocupación:

—He oído que te has prometido con Milberga. ¡Felicidades! Después de probar tantas muchachas, regresaste a aquella que conocías desde la infancia.

—Al menos sé qué esperar de ella. Ansía tanto convertirse en reina que no me traicionará a la primera ocasión.

Anvar aludía demasiado claramente a Aine. La joven apretó los labios: él había sido el primero en traicionarla. Si no hubieran existido sus amoríos con Cecilia, jamás habría huido.

Elizar levantó la copa a los labios y dio varios sorbos:

—¿Debemos esperar una invitación a la boda?

—No. Tú no me invitaste cuando te casaste con la reina de un reino enemigo. Es más, ni siquiera mencionaste ese repentino amor, y asegurabas que tus sentimientos pertenecían a otra —Anvar giró bruscamente la mirada hacia Aineria—. ¿Qué le prometió a cambio de este matrimonio?

La reina casi se atragantó con el pollo que masticaba. Ingenuo era esperar que Anvar creyera en la desinteresada unión. Tragó el bocado y arqueó las cejas:

—Considérelo un amor repentino. Igual que el suyo hacia Milberga.

—Yo no oculto que lo único que busco de ella es un heredero.

Al oír la palabra “heredero”, el vientre de Aineria ardió como fuego. La joven posó la mano sobre él y lo acarició en un gesto tranquilizador. Dirigió a Anvar una mirada de desprecio y murmuró:

—No suena demasiado romántico.

—Pero sí verdadero.

Aineria sonrió sin querer. Incluso a pesar del agravio, en secreto admiraba a ese hombre. Siempre decía la verdad, no fingía, permanecía auténtico.

Trajeron al salón pescado al horno, y la joven sintió que la náusea le subía a la garganta. Tomó apresuradamente un vaso de agua y lo vació de un trago. Contra lo esperado, no sintió alivio.

Elizar le estrechó la mano con ternura:

—¿Te encuentras bien?

La joven confiaba en que la ilusión ocultara con éxito la palidez de su rostro, que ya se prolongaba desde hacía dos semanas. La sirvienta colocó el pescado frente a ella y el malestar se intensificó. Aineria se puso en pie, obligando también a levantarse a los hombres. A todos, excepto a Anvar. Él permaneció sentado, gesto claro de desprecio. La reina fingió no darle importancia:

—Disculpen, necesito ausentarme un momento.

Salió del salón y avanzó con paso firme por los pasillos. Necesitaba un sorbo de aire fresco. Tras ella resonaban las apresuradas pisadas de los guardias, y esa vigilancia la asfixiaba. Anhelaba estar sola y liberar su mente de la constante presencia de Anvar.

Era consciente: la culpa era suya. Había cometido un error al proponerle quedarse aquella noche.

Subió por las escaleras y salió a lo alto de la torre. El viento silbaba en sus oídos y agitaba su cabello. Respiraba profundamente, esperando que la náusea cediera. Miraba sus dominios mientras acariciaba su vientre. Sabía que convencer a Anvar de aceptar sus condiciones no sería sencillo, aunque las consideraba justas.

Permaneció allí largo rato; no deseaba regresar. La presencia de aquel hombre la turbaba, y temía que en cualquier instante ya no pudiera fingir indiferencia. Hiciera lo que hiciera, no lograba extinguir los sentimientos que aún ardían dentro de ella.

Pasó bastante tiempo antes de que el malestar retrocediera un poco. El frío viento erizó su piel y, buscando calor, la joven cruzó las manos sobre los brazos. Estaba a punto de regresar al salón cuando escuchó pasos apresurados y se quedó inmóvil, expectante, mirando hacia la escalera.

Anvar subió hacia ella y la muchacha se tensó. No entendía cómo los guardias lo habían dejado pasar. Instintivamente se aferró al pasamanos, adoptando una postura defensiva. El rey se puso a su altura:

—No tema, Alteza. No tengo intención de empujarla desde la torre; nada malo le ocurrirá.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 07.09.2025

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