—¿Qué haces con mi esposa? —la voz airada de Elizar lo devolvió a la realidad en un instante. Anvar soltó de inmediato los delicados dedos de la joven y se apartó.
Los ojos de Elizar se encendieron de furia, y en sus palmas apareció una ligera escarcha. Aineria jamás lo había visto tan colérico. Él se acercó bruscamente y la tomó de la mano. La apretó con fuerza, como si quisiera demostrar a todos los presentes que aquella muchacha le pertenecía únicamente a él. Anvar, sin embargo, parecía divertirse con la escena:
—Intentaba seducirla y convencerla de aceptar mis condiciones para el tratado. ¿Acaso no es evidente? —una sonrisa escueta se dibujó en su rostro—. Cualquiera puede ver que vuestro matrimonio es solo un acuerdo.
La mano de Elizar emanaba un frío glacial. Apenas lograba contenerse para no lanzarse contra Anvar a puñetazos, y Aineria lo percibía con claridad. Ella, orgullosa, alzó la cabeza:
—Sea como sea, eso no le da derecho a comportarse de tal manera. Nos respetamos mutuamente, y además, yo no caería bajo sus encantos.
—Estoy seguro de que sí lo harías —Anvar lo dijo como si quisiera provocarlo a propósito.
Aineria sintió el impulso de golpear a aquel engreído. Y sin embargo, no se equivocaba: un poco más y habría sido ella quien se arrojara a besarlo. Se convencía a sí misma de que era la influencia del niño; que solo el embarazo la hacía sentir semejante atracción. Elizar alzó un dedo en gesto amenazante:
—No vuelvas a comportarte así jamás. Una vez ya sedujiste a Ayne, y no acabó bien. No vuelvas a tocar a mi esposa.
El hombre tiró de Aineria y apresuró el paso para descender de la torre. Ella apenas lograba seguirle el ritmo, cuidando de no tropezar con la amplia falda del vestido. Los estrechos peldaños hacían más difícil el descenso, pero a Elizar parecía no importarle: avanzaba con determinación, como si huyera del mismo fuego del infierno. Durante todo el trayecto por los pasillos permaneció en silencio, aunque las chispas de furia en sus ojos hablaban por él.
Al llegar a los aposentos de Aineria, Elizar por fin soltó su mano, que aún palpitaba con un dolor punzante. Cerró la puerta con estrépito y lanzó a la joven una mirada cargada de reproche:
—¿Qué ha sido eso? ¿Ya olvidaste la traición de Ainar? Justo después de estar contigo, corrió a besar a otra.
La amarga verdad atravesó el corazón de Aineria como un puñal envenenado. Ella misma se culpaba por su debilidad. De no haber sido por la llegada de Elizar, habría besado a Anvar sin remedio. Ese hombre la tenía hechizada, y no encontraba fuerzas para resistirse. Claro que no pensaba reconocerlo:
—No digas tonterías. Entre Anvar y yo jamás habrá sentimientos. Solo quise descifrar su juego. Por alguna razón se interesa por mí, y también por Ayne.
—Quiere vengarse, ¿es que no lo entiendes? Está furioso porque liberaste a los prisioneros y huiste con los enemigos. Una traición así, Anvar no la perdona.
Aineria se dejó caer en un sillón, pensativa, con los dedos sobre los labios. Indudablemente, Elizar tenía razón. Anvar jugaba con ella con maestría, buscaba manipularla y arrancarle información. Elizar se acercó y le tomó la mano:
—Aineria, mi dulce, temo por ti. No quiero que vuelvas a caer en su trampa ni a creer en sus falsas palabras. Protege tu corazón; no merece ser desgarrado otra vez. Anvar volverá a usarte y a pisotearte.
—¿Crees que no lo sé? No es el único que puede jugar con los sentimientos. Nosotros podemos vencerlo en su propio terreno.
Elizar recorrió su mano con un dedo, y aquel gesto provocó un estremecimiento helado en su piel.
—Hay un detalle que olvidas en ese juego: tú sientes, mientras que en su pecho solo hay piedra. Está vacío de emociones, y al final serás tú la que sufra. Pajarillo mío, lo único que deseo es cuidarte.
Se inclinó y le besó la frente. Un chispazo eléctrico recorrió a ambos en el mismo instante. Elizar soltó una maldición entre dientes:
—Ni siquiera puedo tocarte. El niño debe haber sentido la cercanía de su padre y reacciona con agresividad. Aún no sabe que no es deseado por él. No te preocupes, yo seré un verdadero padre para tu hijo —se levantó y caminó hacia la puerta—. Dulces sueños, Aineria. Piensa en mis palabras.
Cerró la puerta de un golpe, y la joven quedó inmóvil en el blando sillón. Lágrimas gruesas resbalaron por sus mejillas. Era consciente de que más que nada en el mundo deseaba estar al lado de Ainar. Pero él no necesitaba su amor. Creyó ser lo bastante fuerte para arrancarlo de su corazón, mas todos sus intentos habían fracasado.
Editado: 07.09.2025