Aineria se despertó y de inmediato sintió las náuseas matutinas. Era ya el tercer día consecutivo en que aquellos síntomas del embarazo la atormentaban. Rechazó desayunar con los demás, temiendo que algún olor fuerte la venciera y terminara arruinando el apetito de todos.
Y luego estaba Ainar. No quería que él descubriera su estado. En su presencia, la muchacha perdía toda noción de la realidad, dispuesta a perdonarlo todo y a hundirse en sus brazos. Pero él no buscaba perdón ni deseaba estrecharla entre sus manos. Ella sospechaba que aquel embeleso también era consecuencia del embarazo, y que esa atracción se debía únicamente al niño que llevaba dentro.
Derek había colocado una ilusión, y ahora la joven aparecía como la falsa reina. Decidió no ponerse la corona. Los súbditos estaban acostumbrados a ver el rostro verdadero; si durante el viaje llegaban a reconocerla, prefería que la tomaran por alguna duquesa desconocida.
Apenas bajó las escaleras y pisó el patio, sintió de inmediato la intensidad de unos ojos oscuros. Anvar la observaba con atención, y el ardor familiar la atravesó como siempre. Fue como si toda la ilusión se desvaneciera y quedara desnuda frente a él.
Anvar inclinó apenas la cabeza y tomó sus delicados dedos:
—¡Buenos días, Su Alteza! Espero que, después de la caminata nocturna, haya descansado bien. —Besó la mano, oculta bajo los blancos guantes.
De pronto apareció Elízar, arrebatándole con brusquedad la mano de la joven.
—Ha dormido perfectamente. Yo mismo lo he vigilado.
—Tu vigilancia duró poco. En tu lugar, no habría dejado a mi esposa dormir sola; la habría calentado en estas noches frías.
Anvar parecía burlarse de su hermano y fingió una sonrisa. Elízar frunció el ceño con furia.
—¿Me estás siguiendo?
—¿No lo sabías? —El rey aplaudió teatralmente—. Parece que tu mañana empieza con sorpresas.
—¡Ya basta! —alzando la voz, Aineria se acercó al caballo—. No estamos aquí para que compitan en retórica. Es hora de partir.
Intentó montar sola con orgullo, pero la suela de su zapato resbaló del estribo y estuvo a punto de sufrir una caída vergonzosa. Elízar la sostuvo a tiempo y la ayudó a sentarse en la silla. Sin esperar a nadie, tiró suavemente de las riendas.
Anvar entrecerró los ojos con ferocidad. Aineria le recordaba demasiado a aquella mujer a la que se había empeñado en olvidar. Su comportamiento, sus palabras punzantes, su inseguridad con los caballos despertaban sospechas. La noche anterior había notado su reacción intensa cuando hablaron de Aine: el pecho agitado, la respiración entrecortada y las pupilas dilatadas revelaban su disgusto. Una esposa difícilmente mostraría celos por la amante de su marido. Aquella actitud encendía conjeturas, y la ilusión constante no hacía más que confirmarlas. El rey se prometió desenmascarar a esos tortolitos y montó en su caballo.
Aineria habría preferido viajar en carruaje, pero como el camino atravesaba un estrecho desfiladero entre rocas, esa opción les habría obligado a dar un rodeo. Cimeria estaba cerca de la hacienda, y les aseguraron que llegarían antes del mediodía.
La reina escuchaba detrás de sí la conversación entre Vincent y Anvar. Discutían los términos del tratado, cada uno queriendo obtener las mejores condiciones. Las náuseas no cedían; al contrario, se intensificaban. La joven guio a su caballo hacia un costado, dejando pasar a los hombres. Elízar se acercó a ella:
—¿Estás bien? Te ves algo pálida.
—Solo náuseas, no te preocupes. Me vendría bien un poco de agua.
Elízar hizo un gesto con la mano:
—Detrás de esos árboles hay una pequeña laguna. Podemos detenernos allí y descansar.
Aineria asintió, cubriéndose la boca con la mano. Sentía que el desayuno estaba a punto de salir. Los caballos se apartaron del sendero y se adentraron entre los árboles. El estanque se extendía entre hierbas altas, con parte de su superficie cubierta de nenúfares. El agua turbia impedía ver el fondo; en las orillas crecían cañaverales dispersos.
Elízar ayudó a la joven a bajar del caballo. Apenas tocó el suelo, tomó la cantimplora que él le ofrecía y bebió varios sorbos ansiosos.
—¿Mejor? —preguntó él, con la voz teñida de preocupación.
La muchacha negó con la cabeza. No quería que la vieran devolver la comida, así que se acercó al estanque, respirando hondo, esperando que pasara.
De pronto, un chapoteo rompió la calma del agua. Algo emergía en la superficie, y ella fijó la mirada, intentando distinguirlo. Ondas se expandieron hasta que, junto a la orilla, se alzó una columna vertical de agua. Se curvó y, como una serpiente, se abalanzó sobre Aineria.
El líquido la envolvió por la cintura y la arrastró hacia el interior del estanque.
La reina tragaba agua, ahogándose. Contuvo la respiración, luchando por salir a la superficie y tomar aire. El agua fría le abrazaba el cuerpo, empapaba su vestido, se colaba en sus oídos, mientras algo invisible la hundía más y más. Movía piernas y brazos con desesperación, pero todos sus esfuerzos resultaban inútiles.
Sentía la fuerza abrumadora del enemigo oculto, y con cada segundo se apagaba la esperanza de ser rescatada. Su corazón golpeaba con violencia, el miedo se instalaba como un fuego en el pecho. No quería aceptar un final así. Por encima de todo, anhelaba salvar a su hijo.
Editado: 07.09.2025