Sin esperar aprobación alguna, el rey se dio media vuelta y se dirigió al camino, donde lo aguardaba su caballo. Elízar lanzó a Aineria una mirada cargada de ira, como si la juzgara:
—¿Y no te preguntas por qué Anvar se detuvo y no continuó el trayecto? Creo que este atentado es cosa suya. Seguramente calculó mal y se deshizo del testigo incómodo antes de que él pudiera matarte.
Aquellas palabras hicieron que un escalofrío helado recorriera la espalda de la joven. No quería creer que Anvar tuviera algo que ver con aquello. Y aunque era consciente de que lo idealizaba demasiado, no creía que fuera capaz de semejante vileza. Por lo general, él se mostraba abiertamente y luchaba en combate limpio. La reina se acercó en silencio al caballo. Los sirvientes lo ensillaron, mientras Elízar la taladraba con la mirada gélida, como si la muchacha hubiera cometido alguna falta.
El trayecto hasta la mansión lo hicieron en silencio. Al llegar, Aineria se dirigió de inmediato a sus aposentos. Todavía no lograba serenarse tras lo vivido. Sentía como si unas garras invisibles la arrastrasen hacia el fondo. Derek retiró la ilusión y la joven se sintió algo más libre. Ordenó a las doncellas que prepararan un baño caliente. Quería desprenderse de las partículas de cieno que se le habían incrustado en la piel.
Recordaba haber oído en otra vida que las mujeres embarazadas no debían darse baños calientes, pero en la mansión no había ducha, así que se bañó rápido y luego se secó con toallas. Sentada en la cama, con una camisola de tela gruesa, dejaba que una doncella le desenredara el cabello húmedo. Decidió cenar en sus aposentos y no aparecer en público aquella noche. Se preparaba para dormir cuando oyó unos golpes en la puerta. Dio permiso para entrar, y en la estancia apareció Elízar. Con una mirada iracunda ordenó a las doncellas:
—¡Fuera! Dejadme a solas con mi esposa.
—¿Qué ocurre, estás molesto por algo? —Aineria se sentó en la cama y se recostó en el almohadón que la doncella había colocado.
—¿Todavía lo preguntas? Anvar se comporta con excesiva insolencia. No acepta nuestras condiciones y exige las minas. Si se las entregamos, perderemos gran parte de las ganancias por la venta del carbón.
—Pero me dijisteis que estaban agotadas.
—Eso fue solo para que Anvar perdiera interés en esas tierras.
Aineria frunció el ceño. La habían engañado. Aunque fuese a Anvar, al menos a ella podían haberle dicho la verdad. Entrecruzó los dedos con rigidez:
—Me pregunto qué más me ocultáis, qué más estáis escondiendo.
—Nada más —Elízar se sentó en la cama y le tomó la mano—. No lo ocultamos, simplemente olvidamos mencionar un detalle sin importancia. ¿Cómo te sientes, no te has resfriado?
Elízar le apoyó la palma en la frente. Aineria pensó que aquella fingida preocupación solo servía para desviar el tema. Se apartó, obligando a su esposo a retirar la mano:
—No estoy enferma. Por suerte, puedo sanarme yo misma.
Del pasillo llegó un alboroto. Llamaron a la puerta y Elízar se puso en pie de un salto:
—¿Qué sucede?
—Su Majestad, el rey de Flamaría, desea visitar a la reina.
Aineria se envolvió con fuerza en la manta, como si pudiera ocultar su secreto tras ella. Sin la ilusión, si Anvar entraba en la estancia vería su verdadero rostro y, lo peor de todo, descubriría su paternidad. Eso no podía permitirlo. Elízar salió de la habitación sin cerrar bien la puerta, dejando una rendija por la que Aineria lo escuchaba todo. Su voz airada resonaba en los pasillos:
—¡Eso es inadmisible! ¡Qué desfachatez visitar a una mujer casada en plena noche!
—Tengo algo que comunicarle a Su Alteza —Anvar pronunció cada palabra con frialdad cortante.
—Puedes decírmelo a mí. Yo se lo transmitiré.
—Creía que eras rey, no mensajero —se oyó la burla en la voz de Anvar.
—Di lo que tengas que decir y márchate —la paciencia de Elízar parecía agotarse.
—Que la reina salga a mi encuentro en el pasillo, si no puedo entrar en sus aposentos.
Aineria se aferró más a la manta, subiéndola hasta el cuello. El corazón le latía con violencia y el miedo se le acumulaba en la garganta. Miró en torno suyo, buscando una vía de escape. Sería una catástrofe si Anvar entraba allí. Se levantó de la cama y, envuelta en la manta, avanzó de puntillas hacia la puerta del tocador. Se aferró al pomo de hierro forjado y se quedó inmóvil, escuchando la réplica de Elízar:
—Si es algo tan urgente que no puede esperar hasta mañana, nos veremos en el despacho. Ve allí; la reina se vestirá y acudirá.
El silencio se deslizó como una serpiente hacia su corazón, oprimiéndolo en un abrazo mortal. Aineria se quedó inmóvil, atenta a la respuesta. Por fin se escuchó un suspiro pesado de Anvar:
—¿Cómo está ella, no se ha puesto enferma?
—No, está perfectamente. ¿Qué pasa? ¿Temes que mañana no haya nadie para firmar el tratado? —Elízar hablaba con sarcasmo, pero Anvar seguía serio.
—Más bien temo que te conviertas en viudo demasiado joven. En fin, dale a la reina mis mejores deseos y deséale buenas noches.
Editado: 25.09.2025