Los pasos que se alejaban permitieron a Aineria suspirar aliviada. Se volvió hacia la cama y entonces entró Elizar. Incluso con la tenue luz de las velas, ella alcanzó a ver cómo la ira tensaba sus pómulos.
—¡Qué descaro! —exclamó él—. Atreverse a venir aquí y exigir una audiencia contigo.
—¿Crees que sabe la verdad sobre mí?
—¿De dónde? Hemos sido muy cautelosos. —Elizar se acercó y se sentó en la cama. Tomó con suavidad la mano de Aineria y comenzó a acariciarla. La muchacha parecía no notar aquel gesto.
—Anvar confesó tener un espía. ¿O solo fue un farol?
—No lo sé. No te preocupes, amor mío, lo acorralaremos. Firmará el tratado y no volveremos a verlo jamás.
Aquel “no volveremos a verlo jamás” resonaba en la mente de Aineria. Ella no lo deseaba. Todo su ser se inclinaba hacia Anvar, aunque la razón insistiera en negar lo evidente.
Elizar se inclinó y le susurró al oído:
—Es una lástima que no pueda besarte.
Su mano se deslizó bajo la camisa de la joven y recorrió con firmeza su cuerpo, como si quisiera asegurarse de que Aineria le pertenecía. Ella lo rodeó con los brazos y acarició levemente su espalda con los dedos. Quizá él la ayudaría a olvidar a Anvar. Las caricias eran fuertes, incluso dolorosas, pero Aineria no se resistió: permaneció quieta, permitiéndole hacer lo que quisiera. Hasta que, cuando la imprudencia de Elizar cruzó el límite de la decencia, ella no pudo más:
—Elizar, estoy embarazada y cada contacto tuyo me duele. Creo que deberíamos esperar un poco —vio chispas de rabia en sus ojos grises, pero pestañeó con inocencia—. Ha sido un día difícil. Quiero descansar, aún siento que me hundo.
—Por supuesto —asintió él, retirando la mano de debajo de su camisa. Se giró y esponjó la almohada—. Esta noche dormiré contigo. Si Anvar regresa, no permitiré que entre en tus aposentos.
—Para eso está la guardia. Yo duermo mal, me muevo constantemente y reacciono a cualquier ruido. No descansaremos, y mañana nos espera un día duro. Más adelante intentaremos dormir juntos.
Ella hundió el rostro en su pecho y lo abrazó con fuerza. Sus manos descansaron en su espalda y, por primera vez, no le transmitieron aquel frío glacial. Aineria comprendió que empezaba a acostumbrarse a él.
—Gracias por estar conmigo.
—Siempre estaré contigo —respondió Elizar, apartándose apenas para besarle la sien. Un escalofrío eléctrico los atravesó, y él soltó una maldición—. Nunca me acostumbraré a esto. Está bien, duerme ya, necesitas descansar.
Elizar se dirigió hacia la puerta, tomó el picaporte y, de pronto, se giró bruscamente:
—¡Buenas noches, amor mío!
—¡Dulces sueños, Elizar!
Sin escuchar la palabra que anhelaba, el hombre salió de los aposentos. Aineria hubiera querido llamarlo amado, pero aún no lo sentía así, y decidió no engañar a nadie.
Desayunó en sus habitaciones. No se atrevió a comer en el salón, pues las náuseas matutinas se habían intensificado. Más tarde llegó Derek y lanzó la habitual ilusión: ahora la joven se veía como la reina que Ainar estaba acostumbrado a contemplar.
Con paso solemne, entró en la sala de consejos, y todas las miradas se posaron en ella. Los hombres se levantaron de inmediato de la mesa de roble e inclinaron levemente la cabeza. Incluso Anvar se puso de pie esta vez y observó a la reina con interés.
Aineria saludó y tomó asiento en la silla situada junto a la cabecera de la mesa. Solo entonces los demás recuperaron sus lugares. Vincent inició un discurso tedioso, instando a ambas partes a reconsiderar sus posiciones y ceder, pues todos estaban interesados en la paz.
Anvar, recostado en el respaldo de su silla, no lo escuchaba. La miraba con descaro, sin disimulo alguno.
Su mirada recorría el rostro de la reina, intentando discernir qué se escondía bajo la ilusión. Al percatarse de su atención, Elizar tomó la mano de la joven y entrelazó sus dedos con los suyos, en un gesto ostentoso.
Aquello le pareció divertido a Anvar. Su hermano se esforzaba tanto en convencerlo de la autenticidad de aquel matrimonio que, a veces, sobreactuaba. La reina, en cambio, se mantenía fría y contenida. Solo cuando sus ojos se cruzaban con los de él, en su mirada brillaba una chispa familiar. Esa chispa que solo había visto en una mujer: Aine.
Solo ella lo miraba con calor y admiración, aunque al final todos sus sentimientos resultaron falsos.
Anvar no estaba dispuesto a que lo tomaran por tonto. Todo le parecía sospechoso: la repentina aparición de una nueva reina, el hermano que afirmaba haber huido con su amada y ahora estaba casado con otra, mostrándoles a todos un afecto impostado; y la muchacha que más le interesaba, desaparecida. Y encima aquella ilusión… ¿acaso pensaban que él no la percibiría?
Anvar sonrió satisfecho: después de todo, seguía siendo un mago poderoso. Había decidido descubrir la verdad a cualquier precio.
Editado: 25.09.2025