El secreto de la reina

20

Ayer, sin entender del todo por qué, se preocupó por la reina. Su ausencia en la cena no hizo más que aumentar su inquietud. Como un necio, permaneció de pie frente a los aposentos reales, exigiendo verla. Y solo cuando Elizar le recordó las normas de decoro, el hombre tomó conciencia de lo imprudente que estaba siendo.

El rey extendió la mano para obligar a Vincent a callar.

—Acepto entregaros todas las tierras que exigís. —Anvar notó el alivio en el rostro de Elizar, mientras que la reina mostraba una visible sorpresa. Antes de que comenzaran las discusiones inútiles, añadió—: Con una condición. —Hizo una pausa dramática, fijó la mirada en Aineria y prosiguió—: Debéis deshaceros de esa ilusión. Quiero ver el verdadero rostro de la reina. Y además, exijo una audiencia con Aine.

En la sala reinó un silencio absoluto. La chispa en los ojos de Aineria se apagó, reemplazada por el temor. Finalmente, la joven no pudo contenerse y golpeó suavemente la mesa con el puño, liberando su mano de la de Elizar.

—¡Eso son dos condiciones!

—Una sola, si se formula en una misma frase.

Anvar se burlaba deliberadamente de la reina, observando con atención su reacción. Ella frunció el ceño y se inclinó levemente hacia adelante.

—¿Para qué necesitáis a Aine?

—Eso solo se lo diré a ella —contestó el rey con severidad, dejando claro que no desarrollaría el tema—. ¿Y vos? ¿Tendréis el valor de mostrar vuestro rostro sin ilusión?

—Por supuesto. No tengo nada que ocultar —replicó la joven, intentando fingir indiferencia. Sin embargo, el miedo en sus ojos delataba su inquietud.

—Entonces, espero —dijo Anvar, recostando las manos sobre el vientre y atravesándola con la mirada.

Tras unos instantes de reflexión, Aineria se encogió de hombros:

—No le veo sentido, puesto que no sabemos dónde está Aine.

—Confío en que os presentéis a la cena sin ilusión. De lo contrario, las negociaciones no tendrán razón de ser. Solo estoy dispuesto a tratar bajo esas condiciones. Os doy hasta la noche para pensarlo.

Anvar se levantó y abandonó la sala con orgullo. El rey aguardaba con impaciencia la cena. No era el hambre lo que lo movía, sino el deseo de comprobar qué artimaña idearía la reina para no quitarse la máscara. Suponía que no se presentaría: inventaría una enfermedad o un malestar. Si la reina era, en efecto, quien sospechaba, obligarla a mostrarse sin disfraz sería difícil.

En el salón de banquetes, sentado a la mesa, giraba entre sus manos una copa de vino tinto, sin probar una sola gota, con la mirada fija en las puertas, esperando a la estrella de la velada.

La reina tardaba en aparecer, lo que reforzaba aún más sus sospechas. Finalmente, las puertas se abrieron y, bajo la pomposa presentación del maestro de ceremonias, Aineria entró en la sala. Con la cabeza erguida y un paso majestuoso, avanzaba tomada del brazo de Elizar. Una sonrisa afable adornaba sus labios, como si nada le preocupara el hecho de haber desoído por completo la petición de Anvar. El rey se vio obligado a ponerse de pie. La joven tomó asiento frente a él, aún sonriendo con cortesía. Anvar volvió a sentarse y frunció el ceño con severidad.

—¿Tenéis algún motivo para la alegría? Veo que todavía no os habéis librado de la ilusión.

—No hay motivo para la tristeza. En cuanto a la ilusión, no entiendo por qué os inquieta. Es apenas un pequeño engaño sobre la verdadera cantidad de arrugas en un rostro. Además, por desgracia, no podemos retirarla nosotros mismos. El ilusionista que la lanzó partió en una misión importante fuera del palacio y no volverá pronto.

Aineria tomó cuchillo y tenedor, y comenzó a cortar la pintada asada de su plato. Anvar señaló con la cabeza el pescado, y le sirvieron una porción en su vajilla. El hombre permaneció inmóvil, con las manos apoyadas en las rodillas.

—Muy oportuno su viaje, ¿no os parece?

—Al contrario, muy inoportuno. Ahora sospecháis que lo he enviado a propósito. Ojalá pudiera retirar este pequeño capricho y así veríais que no os oculto nada. —La reina llevó un trozo de carne a la boca y masticó con un gesto desenfadado.

Fingía muy bien la indiferencia, pero Anvar captó un matiz falso en su voz. Él también tomó el tenedor y lo clavó con fuerza en el pescado, como si en sus manos no fuera un cubierto, sino un arpón. Soltó los dedos, y el tenedor quedó erguido en vertical.

—Si he de ser sincero, sospecho que no ha partido a ningún lado. Seguro que se oculta en algún rincón del palacio.

—¡Majestad! ¿Cómo podéis insinuar tal cosa? —la indignación se filtró en el tono de la reina—. Jamás me atrevería a engañaros.

—Haré como que os creo —repuso el rey, tomando el tenedor y llevándose a la boca un trozo de pescado. Lo examinó con cuidado para asegurarse de que el cocinero hubiese quitado las espinas, y después lo probó—. ¿Y qué hay de Aine? ¿Acaso también fue enviada fuera del palacio con alguna misión de espionaje?



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 25.09.2025

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