—Eso sería lo ideal, pero, lamentablemente, no. Aine no está en la casa, la abandonó hace tiempo.
—¿Y por qué no os creo? —Anvar arqueó una ceja con suspicacia.
—¿Para qué iba a mentiros? ¿Acaso pensáis que toleraría la presencia de la antigua amante de mi esposo? —Aineria llevó a los labios una servilleta blanca, bordada con hilos dorados. Le resultaba demasiado desagradable hablar de la anterior querida de Elizar. Tragó con dificultad y dejó la servilleta sobre la mesa.
Anvar apretó con fuerza el tenedor entre sus dedos.
—¿Podemos dejar de jugar a estos juegos? No creo que ignoréis su paradero ni que seáis incapaz de traerla de vuelta al palacio.
—Lo intentaré, pero solo después de que confeséis para qué la queréis.
Aineria lo miraba fijamente a los ojos, sin apartar aquella mirada que parecía atravesarlo. Ni siquiera él mismo sabía con certeza por qué deseaba ver a aquella que, con cinismo, lo había traicionado y destrozado su corazón. Se decía que era para desenmascarar el juego de Elizar y su reina, aunque, en el fondo, la verdad era otra: la extrañaba. Estaba lleno de rabia, la odiaba, y aun así la amaba. Con un suspiro profundo, admitió:
—Quiero mirar a los ojos de quien aplastó mi corazón.
—Yo he escuchado otra versión. Fue Aine quien os acusó de lo mismo —la reina bajó la vista hacia el plato y empezó a cortar con fuerza la pintada asada, como si descargara toda su ira contra la pobre ave.
Anvar permaneció inmóvil, sin llevar el tenedor a la boca. Ella, en cambio, se detuvo a escasos centímetros de su rostro, que mostraba sorpresa.
—¿Hablaba de mí?
—Solo de asuntos prácticos —replicó Aineria, sin levantar la mirada, concentrada en cortar la carne con vehemencia.
—No parece que romper corazones sea un “asunto práctico”.
—Y sin embargo, de eso estamos hablando ahora mismo, ¿no?
Anvar dejó caer el trozo de pescado en el plato y se inclinó ligeramente hacia adelante.
—¿Cuánto le habéis prometido para que aceptara ganarse mi confianza, espiarme, informar de cada uno de mis movimientos, seducirme y, después, clavarme un puñal por la espalda?
—Aine no os sedujo. Fue culpa de esas malditas flores —la voz de la reina se elevó, mientras lo miraba directamente a los ojos. Apretaba el tenedor con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos; el ceño fruncido y los labios tensos revelaban su furia. Anvar comprendió que había tocado un punto sensible. Ella se inclinó un poco hacia adelante—. Fuisteis vos quien la sedujo. Ella no os obligó a nada.
Entonces Anvar notó la absoluta quietud en la sala. Nadie se atrevía a comer; todos escuchaban, atentos a cada palabra, como si se tratara de un espectáculo teatral. Pero al rey no le importaba; al contrario, buscaba avivar aún más el fuego de la confrontación.
—Veo que estáis muy bien informada —el hombre se inclinó sobre la mesa y tomó la mano de la reina. El tenedor cayó suavemente de sus dedos sobre el mantel, y ella se quedó paralizada por la sorpresa. El gesto indecoroso no pasó desapercibido para los cortesanos. Con voz baja, Anvar prosiguió—: ¿De qué manera le destrocé yo el corazón? No la rechacé. Estaba dispuesto a instalarla en aposentos lujosos, regalarle vestidos caros, joyas, ponerle sirvientes. Lo habría tenido todo. Pero en lugar de eso, Aine huyó con mis enemigos, traicionándome y mostrando su verdadero sentir.
—No fue su sentir —Aineria retiró bruscamente la mano—. Fue la respuesta a vuestras acciones. ¿Creéis que ella ansiaba lujos y adornos? No, lo único que quería era a vos. Quería ser la única en vuestra vida.
—Lo habría sido.
—¿De veras? —Aineria frunció el ceño, casi sofocada por la emoción—. ¿No os habríais casado con otra? ¿La habríais reconocido públicamente como esposa legítima? ¿No coquetearíais con duquesas? Ambos sabemos la respuesta, y por eso esta conversación es absurda. No puedo obligar a Aine a regresar. Proponed otra condición y mañana firmaremos el tratado.
Con un chirrido, la reina apartó la silla y salió del salón con la cabeza erguida, dejando en el plato la pintada destrozada pero intacta.
Anvar la siguió con la mirada, convencido una vez más de a quién le recordaba. Las mujeres solían mostrarse sumisas y temerosas ante él; esta, en cambio, se rebelaba.
Después de la cena, recostado en su cama, Anvar repasaba en su mente cada palabra, cada emoción, cada gesto. Estaba casi seguro de sus sospechas; solo le faltaba presionarla un poco más.
Unos golpes sonaron en la puerta. Anvar se incorporó, apoyando los pies en el suelo. Supuso que serían los sirvientes, dispuestos a ayudarle a desvestirse y preparar la habitación para dormir, pues aún llevaba puesto el traje de gala. Dio permiso para entrar, y en el umbral apareció una sola muchacha. Una desconocida.
El rey había llegado con su propio séquito, por lo que aquella visita resultaba inesperada. De inmediato reparó en lo atrevido de su atuendo: un vestido verde, sin crinolina, que caía hasta los pies; mangas transparentes cubrían sus brazos, y un profundo escote ribeteado con hilos dorados realzaba la prenda. Su cabello negro le caía libre hasta la cintura, y no parecía, en absoluto, una sirvienta.
Alzó tímidamente la vista, mostrando unos brillantes ojos verdes, como dos esmeraldas. Pero incluso con su atuendo seductor, Aine, en sus sucias armaduras, le había parecido más atractiva.
Anvar observó a la extraña visitante, esperando sus movimientos. De sus labios emergió una voz suave:
—Me han ordenado ayudaros a prepararos para dormir.
Editado: 25.09.2025