El secreto de la reina

24

La muchacha guardó silencio y no se atrevió a mentir. Tampoco quería decir la verdad, así que decidió ignorar por completo la pregunta y bostezó con desgana.

—Ya es tarde, es hora de dormir. ¿Llamarás a las doncellas para que me ayuden a quitarme el vestido? Este corsé es imposible de desatar sola. Habría que cambiar la moda y librarnos de estos trajes. Cuando el vientre empiece a notarse, no pienso oprimirlo con corsés.

—Como desees. ¡Buenas noches, amor mío! Te beso en los labios y, cuando sea posible, te cubriré de besos por todo el cuerpo.

Elízar salió de la estancia y la joven suspiró aliviada. Ante los ojos de Aineria se deslizó la escena recién vivida y un escalofrío le recorrió la piel. No sabía cómo permitiría que Elízar la tocara. No lograba imaginarlo a su lado; en el fondo deseaba que en su lugar estuviera Anvar. Le quedaban ocho meses para acostumbrarse a su esposo y desterrar todos los sentimientos hacia el hombre amado.

Las doncellas la ayudaron a quitarse el vestido y apagaron las velas. Aineria se recostó en la cama intentando encontrar una postura cómoda. La razón de su desvelo no era todavía el vientre plano, sino las inquietudes que envolvían su alma. Anvar. Recordaba sus ojos cargados de furia, el desprecio con el que la llamó traidora, y una lágrima salada rodó por su mejilla. No había futuro entre ellos, y aun así anhelaba que su hijo creciera en una familia completa. Esperaba que Elízar pudiera ocupar el lugar de padre para la criatura.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un destello azul que atravesó la habitación. Sobresaltada, se incorporó de un salto, abrazando la manta contra su pecho. El miedo se le clavó en el corazón como un espasmo doloroso, y su pulso se desbocó. En la penumbra distinguió tres pares de ojos rojos fijos en ella.

Aineria no lograba ver con claridad la figura, solo podía intuir qué clase de ser había venido a buscarla. Su imaginación le mostraba las peores imágenes, alimentando aún más el terror. Un gruñido amenazador retumbó en la estancia, y los puntos rojos empezaron a acercarse con rapidez. Algo se lanzó sobre ella, oprimiéndola con un peso sofocante. Aineria soltó un grito ahogado, y de sus manos se liberó un humo rojizo. A la luz de aquel resplandor alcanzó a ver a un perro de tres cabezas, de pelaje corto. Con sus afilados colmillos la bestia intentó morderla, pero al instante se deshizo en un montón de ceniza sobre la joven.

Aineria se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Apenas la abrió, otro destello iluminó el lugar. Sin mirar atrás, se lanzó al pasillo alumbrado por las lámparas. Señalando la habitación a los guardias que dormitaban en la entrada, gritó:

—¡Algo intenta matarme!

Como si sus palabras lo confirmaran, en el umbral apareció una extraña criatura. El perro de tres cabezas, con cola fina y garras afiladas, se abalanzó sobre uno de los guardias. Este agitó la mano y la bestia salió despedida contra la pared. El monstruo gimió, pero se levantó de nuevo. Otro de los guardias desenvainó la espada:

—¡Cerberos! Me pregunto quién pudo invocarlos.

El ser avanzó con fiereza, sus ojos clavados en Aineria. Estaba claro: ella era el objetivo. El cerbero saltó, pero se encontró de lleno con la hoja del guardia. Cayó al suelo.

En los corredores resonaron pasos apresurados y apareció Anvar. Jadeante, con el cabello revuelto y la ropa arrugada, parecía asustado. Se detuvo junto a la muchacha y la sorpresa brilló en sus ojos.

—¿Aine? Sabía que te escondías en la mansión —su mirada descendió hasta su vientre, y sus cejas se alzaron—. ¿Estás embarazada? Ese hijo es mío.

La joven permaneció en silencio, cubriéndose el vientre con las manos. Solo entonces se dio cuenta de que estaba descalza, apenas con una camisola de dormir y el cabello enmarañado. Anvar lo comprendió todo; había descubierto su secreto y Aineria temía su furia. El hombre se cubrió el rostro con las manos, pasándose los dedos cansados por las mejillas.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué lo ocultaste?

—No habría cambiado nada. Tú no me amas, y no quiero atarte a mí con un hijo. No te preocupes, lo criaré sola, no te reclamaré nada.

Las puertas de una habitación cercana se abrieron, y en el umbral apareció un Elízar somnoliento, en camisa y pantalones. Se pasó la mano por el cabello y, al ver al cerbero muerto, se espabiló de golpe.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando al monstruo con el dedo—. Aineria, ¿estás bien?

Anvar clavó la mirada en el cadáver del cerbero y frunció el ceño con furia.

—¿A ti también vinieron a buscarte esas criaturas?

—Sí, intentaron devorarme —respondió Aineria sin pensarlo, y solo entonces comprendió lo que él decía—. ¿Qué significa “también”? ¿A ti intentaron matarte?

—Desintegré a dos cerberos en mis aposentos. Creí que los había enviado Elízar, venía a enfrentarlo de una vez por todas… pero ahora dudo que sea obra suya.

Aineria no alcanzó a contestar. Un resplandor brillante recorrió el pasillo, y ante ellos apareció Cornelia. Vestida de negro, con el cabello de ágata recogido en un alto peinado, parecía una sombra nocturna. Sus ojos esmeralda se entrecerraron y de su pecho brotó una voz cargada de desdén:

—¡Al fin nos encontramos! Es cierto lo que dicen: si quieres que algo salga bien, hazlo tú misma.

De sus manos emergió una esfera transparente, parecida a una enorme burbuja de jabón. Cornelia lanzó la esfera contra Aineria. Anvar reaccionó al instante: desató un torrente de fuego en respuesta y cubrió con su cuerpo a la muchacha. Un destello cegador los envolvió a todos. Cuando la vista se aclaró, ni Aineria ni Anvar estaban ya en el pasillo: la burbuja los había engullido. Elízar se rascó pensativo la nuca. Sabía que no habían muerto: aquello era solo un portal. Pero no tenía idea de dónde buscar a su esposa ni a su hermano.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 25.09.2025

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