El secreto de la reina

25

Aineria sintió las cálidas manos de Anvar en su espalda. El hombre la estrechó contra sí, ocultándola de la esfera transparente. En sus brazos se sentía calor y refugio. Aspiraba con avidez aquel aroma tan familiar, y en su vientre se encendió un incendio. La joven extrañaba con desesperación a ese hombre que jamás había abandonado sus pensamientos.

Anvar se apartó un poco y miró alrededor. Todo estaba sumido en la oscuridad; solo el cielo estrellado y la pálida luna iluminaban débilmente el lugar. En su palma ardió una esfera de fuego. Con ella alumbró los alrededores y habló con seguridad:

—Estamos en medio del campo. Cornelia usó un portal y nos arrojó en dirección desconocida. Al parecer, apuntaba a otro lugar, pero mi fuego desvió el trayecto.

—¿Y hacia dónde debemos ir? ¿En qué dirección queda la mansión?

—Si lo supiera… Por la noche es incómodo moverse. Pasaremos aquí la noche, y al amanecer nos orientaremos.

El hombre miraba a su alrededor como buscando un sitio adecuado para dormir. Aineria temía que en cualquier momento regresaran los cerberos o que la propia Cornelia los rastreara. Colocó sus manos sobre las de él, tratando de entrar en calor.

—¿Cómo puedes pensar en dormir? ¡Ni siquiera sabemos dónde estamos!

—Ahora mismo estoy tan enfadado contigo que dormir me parece la mejor solución para no decir nada de lo que luego pueda arrepentirme. Necesito pensar, me has dejado en shock. Así que no discutas y acuéstate.

La joven se sintió culpable. Quedarse en el mismo sitio no le parecía la mejor idea. Negó con la cabeza:

—No dormiré al aire libre contigo. Aquí puede haber animales salvajes, y además hace frío.

—No pasa nada, yo te calentaré y reduciré a cenizas a cualquier bestia —Anvar agitó la mano y alrededor de ellos surgió un círculo de fuego—. No te preocupes, es fuego mágico: no desprende humo ni quema nada, solo da calor. Además, servirá para espantar a los depredadores que tanto temes.

Aineria apretó los labios. No sabía quién podría salvarla del depredador al que más temía, quién podría salvarla de Anvar. Porque a su lado se atenuaban los rencores, en su corazón florecía la primavera y la razón se nublaba.

El hombre se quitó la chaqueta y parecía buscar un lugar donde extenderla. Aineria arqueó las cejas con sorpresa.

—¿De verdad piensas dormir aquí?

—Sí, ya lo dije —se sentó en la hierba y dio una palmada junto a él—. Vamos, el pequeño necesita descansar.

La joven frunció los labios y, murmurando en silencio, se recostó sobre la hierba dándole la espalda. Puso las manos bajo la cabeza, aunque aquello distaba mucho de parecerse a una almohada. Incapaz de contenerse, refunfuñó:

—No entiendo cómo puedes dormir. ¿Y si vuelven los cerberos?

—No volverán. Algo me dice que Cornelia ni siquiera sabe adónde nos mandó, aunque su objetivo eras solo tú. ¿En mi palacio estuviste espiándome?

—¡No, claro que no! Qué tontería.

Aineria recordó el instante en que Anvar la protegió. La burbuja transparente, del tamaño de una persona, se abalanzaba directamente sobre ella. Él no permitió que la esfera alcanzara su objetivo: arriesgó su vida y la cubrió con su propio cuerpo. Tal sacrificio le parecía incomprensible.

—¿Por qué me cubriste con tu cuerpo?

—Estaba salvando al niño —Anvar suspiró con pesadez—. ¿Cómo pudiste callar sobre esto?

En su voz se percibía reproche. Si tan solo supiera de sus dudas… Ella ya estaba tentada a confesarlo todo, pero entendía que no tenían posibilidad alguna de un futuro juntos, por eso decidió callar. Aun así, pronunció otras palabras:

—No quise, por culpa de las flores, cargarte con responsabilidades. Tú ya tienes una prometida, y un hijo de otra no lo necesitas.

—¿Así es como lo ves? ¿“Efecto de las flores”? Y yo, ingenuo, creyendo que me amabas. Tú misma me lo confesaste. Pero cuando te vi huir, descubrí toda tu falsedad.

—Yo, a diferencia de ti, fui sincera —Aineria no soportó más los reproches y elevó la voz—. ¡Y tú, en cuanto viste a Cecilia, te olvidaste de mi existencia! Vincent prometió retirar el asedio de Genisk si yo me marchaba con ellos. Y cumplió su palabra: la ciudad se libró del sitio.

Anvar guardó silencio. Deseaba estrechar a Aine entre sus brazos. Ella hablaba con lógica: con su acción había liberado la ciudad del asedio y evitado un derramamiento inútil de sangre. Pero en aquel entonces, él no quería dejarla ir. Derek la había acusado de espionaje, y él ni por un momento dudó que pudiera estar siendo engañado. Solo cuando Derek huyó empezó a germinar la sospecha en su corazón. Tal vez Aine realmente no era culpable, y la explicación que le daba sonaba convincente.

Sin poder contenerse, apartó con ternura un mechón que le caía sobre la mejilla. Su cabello seguía siendo tan sedoso como lo recordaba.

—Debiste habérmelo dicho. Esa decisión debía ser nuestra.

—Tú estabas ocupado con Cecilia —respondió ella con un suspiro cansado—. Anvar, tú mismo dijiste que no podías casarte conmigo, así que esta conversación es absurda. Vamos a dormir, al pequeño le hace falta descansar… ¿o ya no piensas lo mismo?



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 25.09.2025

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