El secreto de la reina

26

Aineria escuchaba el resoplido enfadado detrás de ella.
El hombre la cubrió con su chaqueta. Se acostó a su lado y la abrazó, apoyando la palma en su vientre.

A la joven le gustaban esas caricias. Le gustaban tanto que temía perder el control sobre sí misma. A pesar de sus deseos, murmuró con tono ofendido:

—No me toques.

—No te estoy tocando, solo caliento a mi hijo. Ayne, este es mi primogénito y no voy a renunciar a él.

La muchacha tardó mucho en conciliar el sueño, repasando una y otra vez aquellas palabras. Temía que él quisiera quitarle a su hijo. Pero no lo entregaría; si hacía falta, lucharía hasta el último aliento. El hombre se apretó contra ella con todo su cuerpo, regalándole calor y despertando deseos indeseados. Aineria se dejaba envolver por esa cercanía. No pudo resistirse y colocó su mano sobre la de él.

Solo entonces comprendió cuánto lo amaba. Las lágrimas le brotaron de pronto de los ojos. Se enojaba consigo misma: con el embarazo se había vuelto demasiado sensible. Resultaba insoportable aceptar que él iba a casarse con otra mujer. Ese pensamiento le recorrió el corazón como un filo punzante. Escuchaba su respiración acompasada e intentaba dormir también.

Al amanecer despertó sobre su pecho, que le servía de almohada. Ni siquiera recordaba en qué momento había acabado encima de él. Los brazos de Anvar la estrechaban contra sí y la joven entendió: era la mañana más feliz de su vida.

Alzó la cabeza y se apoyó en un codo. Observaba sin pudor al hombre que aún dormía y se deleitaba con su hermosura. Su mirada se detuvo en los labios, los mismos que un mes antes habían besado los suyos. Recordaba con nitidez el sabor de su boca, que la atraía de nuevo. A cada segundo la fuerza de esa atracción crecía, y Aineria, casi sin darse cuenta, se inclinó hacia él. Sus labios quedaban separados por diminutos milímetros, pero no se atrevía a acortar la distancia.

De pronto, Anvar abrió los ojos y la reina se sobresaltó. Entró en pánico y se echó hacia atrás con brusquedad. Se sintió como una ladrona sorprendida en pleno robo, porque ese hombre no le pertenecía.

Anvar esbozó una leve sonrisa:

—¿Querías besarme?

—¿Yo? ¿A ti? Claro que no —Aineria empezó a justificarse y percibió lo poco creíbles que sonaban sus palabras. Se serenó y buscó una excusa dudosa—. Solo quería comprobar si aún respirabas. Estabas inmóvil y se me cruzaron tonterías por la cabeza.

Anvar rió y la atrajo hacia sí:

—Para eso no hacía falta inclinarse tanto; podías haber puesto la mano en mi pecho —tomó su mano y la colocó sobre su corazón—. ¿Lo sientes latir?

Aineria tragó con dificultad. El corazón de él palpitaba rápido, fuerte, como el de un gorrión asustado, y los músculos firmes bajo la camisa le evocaban recuerdos que no quería. Asintió con inseguridad.

—Si alguna vez lo necesito, la próxima vez lo comprobaré así.

La joven se removió, intentando liberarse de sus brazos. Pero el hombre no la soltó:

—¿Cómo ha dormido mi primogénito?

—Habría dormido mejor si su madre hubiera pasado la noche en una cama blanda.

Mentía. Aquella noche, pese a todas las incomodidades, había sido la mejor de su vida, porque la había compartido con el hombre que amaba. Ninguna cama ni sábana limpia podía compararse con lo que nacía en su corazón al estar junto a él. Ella tiró de su mano y liberó su palma.

—Es hora de levantarse, aún debemos llegar a la mansión.

Se incorporó sin dificultad. Anvar no la retenía, aunque la observaba con una mirada pícara. La oscuridad ya no ocultaba su blanca camisola que le llegaba hasta los pies. Amplia, de tela gruesa, cubría por completo su figura y Aineria no se avergonzaba en lo más mínimo. Al fin y al cabo, en la Tierra había llevado vestidos mucho más atrevidos.

No soportó su mirada descarada:

—¿Por qué me miras así?

—Recuerdo cómo eres sin ropa. Te lo digo sin rodeos: esa camisola no te favorece. Estás mucho mejor sin ella.

—Ya nunca más me verás desnuda. Perdiste ese derecho en el instante en que coqueteaste con Cecilia. Apenas llegó al campamento, y ya te habías olvidado de mí.

Dolorosos recuerdos atravesaron el corazón de Aineria. Entonces, Anvar le había dicho que ella no estaba a la altura de la perfecta Cecilia. Se divirtió y fue suficiente. Para que no notara su estado de ánimo, se giró bruscamente de espaldas. Miraba el fuego que aún ardía a su alrededor. Oyó que Anvar se ponía de pie.

—No lo olvidé, pero tampoco podía ignorar su llegada; era mi prometida.

El hombre se acercó a Aineria, movió la mano y el fuego desapareció. La hierba ni siquiera se había amarilleado y no quedaba rastro alguno de las llamas. Ella decidió no abrir heridas que todavía sangraban:

—¿Sabes a dónde debemos ir?

¡Estimados lectores!

A partir de hoy, los capítulos se publicarán a diario. Les agradezco infinitamente su interés por el libro, sus corazones y sus suscripciones a mi página.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 25.09.2025

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