Aineria miró a su alrededor.
Estaban rodeados por un campo interminable, cubierto de hierbas que le llegaban casi a la cintura. Todo parecía igual y en el horizonte no había ninguna señal que les sirviera de guía.
Anvar levantó la vista al cielo, luego miró su propia sombra y se orientó rápidamente:
—Nos moveremos hacia el norte. A algún lugar llegaremos. Necesitamos encontrar agua y comida, mi hijo no puede pasar hambre.
La sola mención de la comida provocó náuseas en Aineria. La joven siguió a Anvar, mientras las hierbas de seda acariciaban sus pies descalzos. El hombre avanzaba con paso firme, pero Aineria quedaba un poco rezagada. El rey lo notó y redujo la velocidad.
Caminaron durante mucho tiempo. La muchacha sufría de sed y de un ligero hambre. Para distraerse un poco, entabló conversación:
—Yo pensaba que te casarías con Cecilia. ¿Por qué elegiste a Milberga?
Anvar le contó las intrigas de la joven. Le asombraba que se hubiera atrevido a envenenarse a sí misma y a culpar a sus rivales.
Aineria solo alzó las manos:
—Parecía tan inocente.
—Eso mismo pensaba de ti, pero ya vi que me equivocaba.
—No es cierto, desde el primer día te metías conmigo —recordó Aineria, y una sonrisa se dibujó en sus labios al traer a la memoria aquellos momentos. Olvidar su encuentro era imposible.
El hombre se indignó:
—Los primeros días ni siquiera te veía, pero te caíste encima de mí, y entonces me interesaste. Lo que no inventan las mujeres para llamar la atención de un rey.
La joven hizo una mueca. Justo ese día ella había despertado en el cuerpo de Ayne, en su propio cuerpo. Lo que aquella muchacha había hecho antes con él, Aineria lo ignoraba. Decidió callar ese detalle, aún no estaba preparada para revelarse tanto ante el hombre. Recordaba la amenaza de la pena de muerte. En cambio, protestó:
—Fue un accidente.
—Sí, claro —Anvar asintió, aunque parecía no creerle.
En el horizonte apareció un bosque y los viajeros se apresuraron hacia él. Anvar esperaba encontrar allí, al menos, agua.
Aineria caminaba descalza sobre las hojas secas, bajo las cuales se sentían espinas y pequeñas piedras afiladas. Apretó fuerte los labios y continuó con obstinación, sin hacer caso a las molestias. Un paso en falso y la muchacha soltó un grito de dolor.
—¿Qué ocurre? ¿Te sientes mal?
Anvar estuvo de inmediato a su lado y le tomó las manos. Sus ojos reflejaban miedo. La joven mordió su labio:
—El pie… creo que pisé algo muy puntiagudo.
El hombre arrojó al suelo la chaqueta, que por el calor ya llevaba en la mano desde hacía tiempo:
—Siéntate, veamos qué tienes.
La muchacha obedeció sin rechistar. Anvar tomó con cuidado su pie y examinó la planta. Su rostro mostraba enfado:
—¡Por todos los cielos, Ayne! ¿Por qué no dijiste que ibas descalza? Ni me había dado cuenta.
—Eso demuestra lo atento que eres conmigo —la joven se estremeció cuando él le sacó una astillita del pie. La tiró lejos.
—Yo presto atención a lo que está más arriba.
Ella calló con tacto. Aquellas insinuaciones la irritaban. El dolor en el pie persistía. Entonces Aineria se concentró y curó la herida. Aunque estaba cansada, se levantó y estaba lista para seguir andando. La sed la atormentaba, pero la esperanza de hallar agua le daba fuerzas. No había dado ni un paso cuando Anvar la sujetó de la mano, la atrajo hacia sí y exhaló justo sobre sus labios:
—¿A dónde crees que vas? No te dejaré seguir descalza.
El magnetismo de sus ojos oscuros la hipnotizaba. Todo dentro de ella ansiaba rozar aquellos labios y fundirse en un beso. La joven sentía cómo perdía de nuevo el control sobre sí misma. Para no cometer una locura, bajó la cabeza:
—No finjas que te preocupas por mí. No ha pasado nada grave, ya me sané.
—Me preocupo por el niño.
Anvar la soltó y se sentó sobre la chaqueta. Se quitó el calzado y se lo tendió:
—Tómalos, así no volverás a lastimarte.
—¿Y tú?
—Tengo calcetas —dijo el hombre, levantando un poco la pierna en señal de prueba.
—No soy digna de un sacrificio así.
—Por mi hijo no me importa nada. Acéptalos, o te los pondré por la fuerza.
Aineria notó el tono con el que recalcó que todo era solo por el niño. Aquellas palabras aumentaron su resistencia a tomar los zapatos. Aunque debía reconocer que, al menos, como padre sería cariñoso y atento. No quería sentirse en deuda con Anvar:
—Me quedan grandes.
—Mejor que nada —Anvar le tomó el pie y la obligó a alzarlo. Con delicadeza, como si tocara un cristal precioso, colocó su pie en el zapato. La ternura con la que lo hizo estremeció el corazón de Aineria.
La joven recordó al instante por quién lo hacía. Por el niño. Si no fuera por él, Anvar no mostraría tanta preocupación. Con rabia, tomó el otro zapato y se lo puso sola.
El hombre no entendió tal ímpetu:
—¿No te ha gustado cómo te puse el zapato? Ten en cuenta que nunca había hecho algo así. Claro, en campaña tenía que calzarme solo, pero nunca he calzado a nadie. Eres la primera.
—¡Lo consideraré un gran honor! Vámonos.
Editado: 25.09.2025