La joven alzó la cabeza con orgullo y siguió adelante. Detrás escuchó una voz quejumbrosa:
—Podrías al menos dar las gracias.
—Lo agradecerá el niño, esto es por él —gruñó Aineria sin volverse.
Avanzaba, pero con cada paso se sentía incómoda. Los zapatos le molestaban; a veces se le deslizaban y tenía que detenerse para calzárselos de nuevo. Anvar la miraba con una sonrisa en el rostro; le parecía que aquello le divertía. Aineria notó que él parecía haberse vuelto más alegre desde su separación. Antes era difícil arrancarle una sonrisa, y ahora la mostraba con facilidad.
Salieron a un camino forestal por el que pasaban carros. Ese hallazgo infundió esperanza en el corazón de Aineria. El hombre se encogió de hombros:
—¡Perfecto! En algún sitio saldremos o encontraremos a algún viajero.
Orientándose por el sol, Anvar concluyó que el mediodía había pasado hacía tiempo. La sed y el hambre aumentaban, y Aineria se movía con lentitud. No pudo más, se detuvo y se sentó en el suelo. Él se inclinó de inmediato y tomó sus manos:
—¿Te cansaste?
—Sí, necesito descansar.
—Lo sé, pero no podemos pararnos. Aún no hemos encontrado agua ni comida —la joven bajó la cabeza con culpabilidad y Anvar tomó una decisión rápida—: te llevaré en brazos.
—No te inventes. Me sentaré cinco minutos y seguiré. No te retrasaré.
—Llevas caminando medio día; creo que aquí hacen falta más de cinco minutos.
—¿Y tú no estás cansado?
—No tanto como tú —dijo el hombre, tomó a Aineria de la mano y la atrajo hacia sí. Ella no pudo reaccionar y se encontró en los fuertes brazos masculinos. Esa cercanía despertó un cosquilleo en su pecho. Aineria temió no resistir el encanto del hombre y posó la palma sobre su pecho:
—Suéltame, por favor. Tú mismo entiendes que no podrás llevarme mucho rato en brazos. Será mejor que los dos descansemos un poco y luego proseguiremos.
Anvar la soltó a regañadientes. Tras sentarse un rato, reemprendieron la marcha. Llegaron a grandes rocas junto al camino. Del otro lado, el bosque se volvía espesura; el camino angosto parecía ser la única vía. Anvar se detuvo y, con gesto cauteloso, puso la mano en alto para bloquear la salida de Aineria. Algo sospechó; se tensó y miró entre las rocas. En la quietud —interrumpida únicamente por el viento y el canto de los pájaros— se oyó el crujido de una rama. Hombres hostiles saltaron desde detrás de las piedras. Sucios, con ropas desgarradas, empuñaban espadas que apuntaban amenazantes hacia ellos. Otros surgieron de los matorrales y cercaron a los viajeros. Aineria miró en derredor: no había escapatoria; comprendió que eran bandidos.
Un temor leve la invadió. No sabía si podría usar su magia y matar a alguien. Buscando protección, apretó la mano de Anvar y se pegó a él. Él le apretó la palma con gesto tranquilizador. Uno de los bandidos, ni siquiera sacando la espada del vaina gastada, frotó sus manos con expectativa:
—¿Qué pajarillo nos ha caído en la red? A juzgar por la ropa, no es pobre, aunque para la moza escatimaron el vestido. Podemos llegar a un acuerdo: vaciáis los bolsillos, nos dais todo lo que tengáis y os dejamos marchar.
—¿También damos los pantalones? No son nuevos, pero aún sirven un tiempo —respondió Anvar con desdén; no mostró miedo y habló con descaro.
El bandido mostró sus dientes podridos con gesto amenazador:
—¿Bromas? Veo que no comprendes la gravedad de la situación —dijo, y, para infundir miedo, sacó la espada de la vaina. Anvar tendió la mano y en ella apareció una esfera de fuego.
—Creo que eres tú quien no ha entendido con quién se ha topado. Hoy mostraré clemencia: no os tocaré. Nos diréis en qué agujero estamos y nos marcharemos.
—¿Crees que eres el primer mago que nos topa? —replicó otro—. Nosotros también tenemos un mago, Irsíase; este parlanchín no quiere compartir su dinero.
Un joven de pelo rubio, desordenado como un nido, arrojó la espada al suelo, mostrando que no le hacía falta. Con un gesto, la esfera de fuego de Anvar se desprendió de su palma y golpeó una peña. El rey no se amedrentó; solo frunció el ceño:
—Telequinesis. No está mal, pero entiendes que puedo reducirte a cenizas. Tu magia es inútil contra mí, así que no te recomiendo que empieces una pelea.
—Pues quiero comprobarlo. Dadnos los bolsillos, o vuestra moza sufrirá.
Un instante de temor cruzó los ojos de Anvar, pero pronto volvió la confianza. Soltó la mano de Aineria y se preparó para el ataque:
—Entonces decidme en qué pueblo hospitalario hemos acabado.
—¿Quieres saber el lugar de tu muerte? —gruñó el cabecilla enseñando de nuevo sus dientes podridos. Anvar se mantuvo sereno:
—No, quiero saber el sitio donde voy a destruir a esta banda de bandidos.
—¡Reinkfor! —gritó el mago, apuntando la espada hacia Anvar.
Editado: 25.09.2025