El secreto de la reina

31

El conde expresó su sorpresa y prometió vigilar todo con atención. Por fin la cena terminó y Ainería ya no sentía el aguijón del hambre. Estaba terriblemente cansada, las piernas le dolían, y su único deseo era llegar a la cama y hundirse en un sueño profundo.

Dejó la servilleta sobre la mesa y, por primera vez desde que había entrado en la mansión, habló:

—Gracias por la deliciosa cena. Estoy muy cansada, les ruego que me acompañen a mis aposentos y ordenen traer agua para que pueda asearme un poco.

La joven se levantó, mostrando su impaciencia. La condesa también se puso de pie:

—Por supuesto. ¿Cómo debemos dirigirnos a vos?

La pregunta hizo que Ainería vacilara. Aunque Anvar sospechaba quién era ella en realidad, no podía revelarlo abiertamente. Dudó un instante, pero pronto se repuso y aparentó seguridad:

—Ayne, sin títulos.

—Yo también me retiro, ha sido un día duro —dijo Anvar, poniéndose de pie y tomando la mano de Ainería con un gesto atrevido que subrayaba la importancia de la joven—. ¿Dónde nos alojarán?

La condesa apartó la mirada de sus manos entrelazadas, como si contemplara un pecado. Sus mejillas se tiñeron de rojo y respondió en voz baja:

—Vuestra alcoba está en la primera habitación a la izquierda del segundo piso, y para vuestra dama hemos dispuesto los aposentos de enfrente. Los acompañaremos.

—¿Qué tontería es esa? Dormiremos en la misma estancia —Anvar se dio cuenta de las miradas sorprendidas y se encogió de hombros—. No finjan ignorar el embarazo de la joven ni quién es el padre. Mi magia de linaje se manifiesta con demasiada claridad en el niño.

—¡Perdonadnos, Vuestra Majestad! —el conde intentó justificarse torpemente—. Es una situación delicada, no sabíamos cómo proceder. Normalmente el nacimiento de un bastardo no se anuncia demasiado.

—¡No es un bastardo! —la voz de Anvar retumbó demasiado fuerte. Nadie debía atreverse a llamar así a su hijo, fruto de la mujer que amaba. La irritación lo envolvió como una ola, impidiéndole razonar. Al fin, sin embargo, el conde no estaba del todo equivocado: para los demás, aquel niño seguiría siendo un bastardo. Ilegítimo. Concebido en pecado. Decidió que ya pensaría después cómo resolver aquella situación complicada. Más tranquilo, añadió en voz baja:

—Es mi primogénito.

Los condujeron a los aposentos. Anvar recorrió la habitación con la mirada y dio instrucciones:

—Que los sirvientes ayuden a Ayne a asearse y prepararse para dormir. Yo estaré con el conde en la estancia contigua. Cuando terminen, avisen.

El rey salió, dejando claro que sus órdenes no se discutían.

Al cabo de un rato, Ainería, satisfecha, yacía en la cama. Nunca habría imaginado que unas sábanas limpias y ropa fresca pudieran parecerle un lujo. Tras el día agotador, las piernas aún le dolían y la fatiga la vencía. Las doncellas se retiraron, aunque no apagaron las velas. Ainería pensó en levantarse, pero permaneció en la cama, tratando de reunir fuerzas para aquella tarea.

La puerta chirrió desagradablemente, atrayendo su atención. Anvar entró en la habitación. Ella ya había olvidado que él había manifestado su intención de dormir a su lado. Se incorporó sobresaltada y tiró de la manta hasta la barbilla.

—¿De verdad pasarás la noche aquí?

—¿Y qué te sorprende tanto? —el hombre se quitó la chaqueta con gesto cansado y empezó a desabotonarse el chaleco, como si no entendiera dónde estaba el problema.

—Protesto. Eso no está bien. Perdiste ese derecho hace un mes. No te preocupes, no pienso huir.

—Confieso que tampoco muero de ganas de dormir contigo, pero si olvidaste la visita de los cerberos a tu habitación, permíteme recordártelo. No arriesgaré a mi hijo por tus caprichos. En caso de peligro, podré protegerlo.

Anvar se despojó del chaleco y lo arrojó con desdén sobre una silla. La joven comprendía que era lo correcto, pero temía a sus propios sentimientos. Un solo roce y perdería el control. Apartó la mirada y resopló ruidosamente, mostrando así su protesta. El hombre se sentó en la cama:

—Mañana partiremos. Calculo que llegaremos a la capital por la tarde.

—No veo sentido en ir a la capital. Deberíamos dirigirnos directamente a la mansión de Mardersburg.

—¿Y qué hay en esa mansión que no exista en mi palacio? —Anvar la miró con severidad, esperando la respuesta. Ella tragó saliva con nerviosismo:

—La reina. Firmarás el tratado y me dejarás allí.

—El tratado podemos firmarlo en la capital, la reina está conmigo, ¿verdad?

Ainería se sonrojó. Anvar la miraba fijamente a los ojos, y esa mirada la abrasaba por dentro. Despertaba recuerdos, provocaba deseos nuevos, exigía una respuesta. Él lo sabía.

Como febril, la joven negó con la cabeza:
—¿Qué quieres decir?

—No juegues conmigo, Ayne. Tú eres la reina.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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