Aquellas palabras sonaron como una sentencia. Ainería cerró los ojos por un instante. No veía sentido en mentir.
—¿Cómo lo supiste?
—Reconozco tu andar en cualquier lugar, tus gestos, tu lengua afilada… Ninguna ilusión podría ocultarlo. Has calado demasiado hondo en mi corazón: no puedo olvidar tu risa, el brillo de tus ojos ni el roce de tus labios suaves.
El hombre la atrajo por la cintura y fijó la mirada en su boca. Rozó su mejilla con un dedo y apartó un mechón de cabello de su rostro. La cercanía la estremecía. Ella se humedeció los labios con nerviosismo y no se atrevió a romper aquel contacto.
—¿Y desde cuándo lo sabes?
—No estaba seguro, solo sospechas —respondió él, retirando la mano de su rostro. Instintivamente, la joven se inclinó hacia aquella caricia, pero se detuvo a tiempo, quedándose a escasos centímetros de sus labios. Anvar bajó la voz hasta un susurro—: ¿Por qué una princesa servía en mi palacio?
—Entonces yo aún no sabía que lo era. Vincent me lo dijo en el campamento de Dalmaria.
—¿Por qué huiste de mí? —las palabras de reproche se deslizaron hasta su corazón. No quería recordar su traición ni arruinar aquel frágil momento de tregua. Se mordió el labio con nerviosismo:
—Huí para evitar la batalla. Y ellos cumplieron su palabra.
Sus dedos recorrieron su espalda, dibujando un sendero ardiente hacia abajo. El contacto le provocó un dolor dulce en el corazón. La belleza del hombre la hechizaba, la atraía: deseaba volver a sentir aquellos labios amados. Estaba tan cerca que no pudo resistirlo. Tocó su sien con delicadeza y deslizó un dedo por la mejilla, avanzando con inseguridad hacia su boca. Él, como si disfrutara de aquel gesto, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro profundo.
Ese suspiro fue la señal para Ainería. El deseo ardió en su interior: anhelaba fundirse de nuevo en sus brazos, perderse en sus besos, explorar cada rincón de su cuerpo, caer en el abismo de las sensaciones. Sin darse cuenta, se inclinó aún más hacia él. El calor de su aliento la detuvo a milímetros de la boca anhelada.
—¿Te casaste con mi hermano?
La voz ronca actuó como un balde de agua fría. Anvar lo había hecho otra vez: había usado su encanto para arrancarle información, y ella casi había creído que le importaba de verdad. Apretó los labios con fuerza y se apartó. Se prometió no volver a caer en su trampa. No pensaba ocultar nada. Bajó la cabeza y confesó en voz baja:
—Sí, me casé.
Anvar se levantó de golpe, liberándola de sus caricias. Ainería sintió un vacío doloroso: su cuerpo reclamaba el regreso de aquellos brazos. Pero él ya no estaba dispuesto a ternuras. Con un gesto violento barrió los objetos de la mesa de noche, casi derribando el candelabro.
—¿Por qué, Ayne? ¿Lo amas?
La intensidad de sus ojos oscuros, con un brillo enfermizo, no le permitía mentir. Las palabras se le atragantaban, incapaz de responder. Anvar interpretó su silencio a su manera:
—Siempre lo amaste, ¿verdad? ¿Y a mí solo me usaste para tus fines?
Ainería apretó con rabia la manta entre las manos, vertiendo en ella toda su furia. Aún dudaba de su sinceridad. El dolor la desgarró, y con él brotaron las palabras que envenenaban su alma:
—No te utilicé, ni siquiera imaginas lo que dices. Sí, me casé con Elizar. Porque, a diferencia de ti, él me aceptó tal como soy: con mi lado oscuro, con mi pasado contigo y hasta con mi embarazo. Tú siempre me acusabas, siempre buscabas destruirme…
—¡Jamás intenté matarte! —gritó Anvar con voz atronadora, como un trueno—. Solo quise asustarte para conocer la verdad.
—Lo lograste. Me asustaste tanto que conseguiste el efecto contrario. Tenía miedo de confesarte que no solo poseo magia de luz, sino también de oscuridad.
Anvar hundió los dedos en su cabello oscuro, como si quisiera arrancarlo de raíz. Continuó acusándola con furia, alto, vehemente:
—¡Me mentiste diciendo que no sabías usar la magia! Y yo, como un necio, te enseñé a manejar el poder.
Ainería no pudo soportarlo más. Apartó la manta y se puso en pie de un salto. Quería que él, al fin, la escuchara:
—¡No te mentí! Es verdad, no sabía. Ni siquiera sospechaba de la luz hasta que, por accidente, sané a Cecilia. Elizar fue quien me enseñó a usar solo la magia oscura.
—Ah, entonces Elizar lo supo todo desde el principio —Anvar aplaudió con ironía. La joven alzó el rostro con orgullo.
—Sí. Y lo aceptó, sin reproches.
—Entonces vete a vivir con mi perfecto hermano. Pero el hijo me lo darás a mí.
Editado: 06.11.2025