Anvar alzó la estatuilla que recordaba a un dios griego desnudo y la lanzó al suelo. La joven se estremeció por la sorpresa. Nunca lo había visto tan enfurecido. Le molestaba reconocer que, a pesar de todo, seguía siendo como una ciega: solo quería vivir con Anvar. Las palabras sobre el niño le atravesaron el pecho como una saeta envenenada. Apretó los puños y negó con la cabeza:
—Nunca, ¿me oíste? Es mío.
—Igualmente mío —murmuró Anvar, ya más bajo.
Él vio cómo las mejillas de Ainería se abrieron en pánico, cómo los huesos de sus manos se blanquearon y los labios se apretaron en una línea. En las comisuras de esos ojos azules que antaño lo miraban con admiración se asomaron lágrimas. Solo entonces Anvar comprendió hasta qué punto había llevado a su amada al límite. ¡Estaba embarazada! Podía enfurecerse, podía sentir celos feroces y odio, pero por encima de todo la amaba. La comparativa con Elizar lo volvía loco; no entendía por qué ella lo había elegido a él. Ainería temblaba y le miraba con fiera resolución, como una tigresa lista para defender a su cría hasta el final.
—Perdona, me he excedido —se acercó Anvar y extendió las manos—. Quise envolverte en mis brazos y calmarte, pero ella retrocedió como si le fuera contagioso tocarle:
—Ni se te ocurra tocarme. Ya has dicho más de lo debido.
Las lágrimas corrían por su rostro y a él le resultaba insoportable mirarlas. Sabía que era culpa suya y se enfadó consigo mismo. Fue hasta la mesa, llenó un vaso con agua de la jarra y se lo tendió:
—Bebe —ella lo cogió con manos temblorosas y aproximó el vidrio a los labios. Él se sentó en la cama—. Nadie te quitará al niño. Lo resolveremos juntos. Solo quiero que lo entiendas: no renuncio a ser padre, educaré al pequeño también.
Ainería dejó el vaso sobre la mesa y secó sus lágrimas.
—Ya no soy tu sirvienta, Anvar; no me des órdenes. Soy reina; tras de mí está todo un ejército y un país. Si al menos una vez me amenazas, iré por el camino de la guerra y me defenderé hasta el último aliento.
Hablaba con calma y seguridad, como si un minuto antes no hubiera temblado ni sollozado: se comportaba como una verdadera reina. Él se puso en pie y se acercó. No se atrevió a tocarla; solo suspiró con fuerza:
—No quiero guerrear contigo. Mátame si quieres, pero no te haré la guerra.
—Bien —ella asintió—. Mañana me enviarás a Dalmaria para firmar el tratado allí. Aunque también podemos firmarlo aquí y tú regresarías a la capital.
—Firmaremos en Dalmaria. No voy a dejarte sola.
—Como quieras —dijo ella, confiada en su victoria—. No dormiré contigo. Si quieres, hazte tu cama junto a la puerta.
Acomodó la almohada y se metió bajo las mantas. Anvar apretó los labios con fuerza y se contuvo para no mostrar su indignación. Nadie le había hablado con tal desprecio. Él era rey y no iba a dormir en el corredor como un perro. Quiso rugir, exigir respeto. Pero su mirada se fijó en la figura frágil de la joven: acurrucada, abrazando la manta como si la fuesen a arrebatar, con los puños bajo la barbilla y la melena castaña esparcida sobre la almohada. A pesar de la rabia, le invadió el deseo de acostarse a su lado, abrazarla, aspirar el perfume de su cabello sedoso y sentir el calor de su cuerpo. La echaba terriblemente de menos. Y también sabía que había dicho demasiado aquella noche.
Silencioso, tomó una almohada y una manta adicional. A regañadientes se acercó a un sofá-cama raído y tendió allí las sábanas. Podía retirarse a las estancias lujosas contiguas, pero no soportaba dejarla sola. Apagó todas las velas salvo una, la de la mesita junto al sofá, y se tendió tratando de buscar una postura cómoda. Se quitó los zapatos que amablemente le había ofrecido el conde y cerró los ojos.
—Buenas noches, Ayne.
El silencio por respuesta le irritó. Nunca le habían ignorado así; aquella muchacha lo volvía loco y lo enervaba a partes iguales. Al recordar las miradas lascivas de los salteadores que se habían pegado a su camisa de noche, le habría gustado arrancarles los ojos. Con pensamientos en Ayne, cayó en un sueño inquieto.
Editado: 06.11.2025