El secreto de la reina

34

Ainería despertó con una náusea intensa. Abrió los ojos y se dio cuenta de que ya era de día. Anvar dormía en el sofá: los pies tocaban el suelo, un brazo colgaba y el otro sostenía la manta arrugada junto al respaldo, que apenas cubría sus piernas. Su amplio pecho se alzaba con cada respiración, y la camisa delineaba los músculos firmes. La muchacha se mordió el labio. Se prohibió pensar en él, se repetía que no le pertenecía, pero aun así no podía apartar la mirada que se le pegaba como miel.

La cena parecía empeñada en volver a salir, y Ainería terminó en el suelo, buscando bajo la cama el orinal. Sus entrañas se retorcían en espasmos dolorosos, y en la garganta era como si un erizo se hubiera instalado. No pudo resistir la presión y las sobras de la cena fueron a parar al recipiente. Anvar saltó de inmediato:

—¿Qué ocurre, Ayne?, ¿te sientes mal?

En un instante estaba de rodillas junto a ella. Con cuidado apartó el cabello y lo sostuvo en la nuca. Ella se limpió los labios con la mano.

—Solo es náusea. Por tu culpa ya se ha vuelto algo habitual. Dame agua, por favor.

Sin pensarlo, Anvar fue a la mesa y llenó un vaso. Solo cuando se lo tendió a la muchacha tomó conciencia de lo que hacía. Él, un rey, en lugar de llamar a los sirvientes, cumpliendo sus caprichos. Y ella, atreviéndose a darle órdenes. Sin embargo, al verla enjuagarse la boca, toda su rabia se fue disipando. El resplandor carmesí de energía en su vientre le calentaba el alma: allí estaba su primogénito, su propia sangre, y la mujer que amaba sería quien lo trajese al mundo. Deseaba que el pequeño heredara de ella los labios: carnosos, plenos, como pétalos de rosa, siempre incitantes, siempre invitando al beso. Al darse cuenta de hacia dónde se desviaban sus pensamientos, se encaminó hacia la puerta. La abrió y tropezó con un lacayo que parecía haber montado guardia en el pasillo.

—Llama a los sirvientes, ya estamos despiertos.

Sin detenerse en las reverencias, Anvar regresó junto a Ayne. Pálida, con el cabello en desorden y ojeras bajo los ojos, le parecía la mujer más hermosa del mundo. Sacudiendo aquella visión, negó con la cabeza:

—¿Ya te sientes mejor?

—Un poco.

Entraron las doncellas, trayendo ropa, calzado, peines, cosméticos y otros objetos. Anvar se retiró discretamente a los aposentos de enfrente, donde lo vistieron. En el comedor todos estaban reunidos, esperando solo a Ayne. El rey no comenzaba el desayuno sin ella y, con ello, obligaba a los demás a aguardar. Aquella muchacha lo exasperaba con su actitud; deseaba subir a decírselo de frente.

Pero en cuanto Ayne entró al comedor, su enojo se desvaneció. El cabello oscuro recogido en un alto peinado, el vestido de viaje color burdeos, un tanto holgado, dejaba al descubierto más de lo que al rey le gustaba. Un ardor recorrió su cuerpo: nadie, salvo él, tenía derecho a admirar los encantos de su amada. Se reprendió en silencio: era la esposa de su hermano, a quien ella misma había preferido. Ese recuerdo le atravesó el corazón como espinas envenenadas.

Ainería tomó asiento junto al rey y todos comenzaron a comer. Ella apenas probó un poco de gachas, deseando partir cuanto antes. La atención inquisitiva de los presentes la oprimía. La miraban con soberbia, como si fuera un objeto, y parecía que, de no ser por el rey, ya la habrían arrojado a los chacales.

Ya en la carreta, sentimientos encontrados se apoderaron de ella. Aunque estaba enojada con Anvar, temía que realmente quisiera arrebatarle a su hijo, y aun así no deseaba despedirse de él. Él, sentado enfrente, no apartaba la mirada. La joven fingía contemplar por la ventanilla, ignorando su atención. Al final, no pudo resistir y preguntó:

—¿Cuándo llegaremos a Madensburg?

Anvar se cerró un poco y ajustó el pañuelo de su cuello:

—Supongo que en dos días.

Así pues, Ainería solo tendría dos días a solas con el hombre amado, antes de regresar junto a su esposo. La idea la hizo torcer el gesto y volvió a mirar por la ventana. Se consolaba recordando que muchas parejas vivían separadas y compartían a los hijos. Ellos también lo lograrían, sin duda llegarían a un acuerdo.

Anvar intentó aliviar la tensión iniciando conversación, pero ella respondía con monosílabos, reacia a hablar. Pese al fuego que ardía en su corazón, incluso durante las paradas mantenía la distancia, fría y distante. El sol comenzaba a ponerse cuando Ainería creyó reconocer lugares familiares. Pasaron junto a una ciudad que le recordó a la capital de Flamaría. Y si las callejuelas estrechas y las casas bajas podían parecerse a otras del camino, el alto muro del palacio era inconfundible. Frunció el ceño y miró al hombre, que permanecía rígido, apretando con fuerza el bastón de empuñadura dorada.

—¡Me has engañado! —la muchacha apenas contenía la furia—. ¿Hemos llegado a la capital, verdad? Jamás pensabas ir a Madensburg.

—Ayne, no debes alterarte. Escúchame —Anvar levantó las palmas en gesto conciliador, pero eso solo la enfureció más.

—¡Mentiroso! Lo consideraré un secuestro.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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