La habían engañado. Otra vez. Anvar sabía manipular su confianza con maestría, y ella seguía permitiendo que la engañara. En su corazón traicionado se ocultaba una furia que envenenaba el alma con amargura. Anvar negó con la cabeza:
—Esto no es un secuestro, eres mi invitada.
—Pero yo no deseo ser tu invitada. Partiremos ahora mismo hacia Madensburg; de lo contrario, sí es un secuestro y no podrás evitar un escándalo internacional.
—Ayne, por favor, cálmate —su voz suave la arrullaba, la fascinaba. La muchacha, como sacudiéndose de un hechizo, movió la cabeza.
—No voy a calmarme. ¿Cómo pudiste? Otra vez me has engañado.
Él arrojó el bastón sobre el asiento y se sentó a su lado. Tomó sus manos y, pese a la resistencia, la atrajo contra sí.
—Escucha, en Marensburg es peligroso. Tus magos ni siquiera han colocado una defensa confiable, y Cornelia pudo entrar sin dificultad. Estas son medidas necesarias: yo puedo protegerte a ti y al niño. Mientras tus súbditos no eliminen la amenaza que representa tu madrastra, no voy a soltarte. No arriesgaré a mi hijo. Cornelia ansía recuperar el poder a cualquier precio, nada la detendrá. ¿Acaso no lo entiendes?
—¿Y quién me protege de ti?
Ante aquellas palabras, las chispas que brillaban en los ojos de Anvar, como estrellas en cielo despejado, se apagaron. La estrechó con más fuerza.
—De mí no necesitas protegerte, yo no te haré daño.
—¿Y no fuiste tú quien ayer me amenazó con quitarme a mi hijo?
—Lo dije sin pensarlo. Perdóname. Te prometo que no te lo quitaré —sus labios rozaron su sien y desataron un volcán de emociones en Ainería. ¡Cuánto había echado de menos esa boca! La cercanía del hombre la embriagaba, anulando toda resistencia. Ella se quedó inmóvil, esperando más. Pero Anvar no se precipitó a cubrirla de besos—. Confía en mí, así será mejor.
—Estoy segura de que en Dalmaría también pueden levantar defensas sólidas. Al fin y al cabo, debo gobernar mi país; no puedo hacerlo desde aquí. No soy una gallina clueca para quedarme quieta ocho meses, olvidando mis deberes.
Anvar la soltó, y el corazón de Ainería aulló de decepción. El hombre entrelazó los dedos y descansó las manos sobre el abdomen.
—No pido toda la gestación, aunque sería lo ideal. Solo un tiempo, al menos hasta que Cornelia sea neutralizada. De todos modos, ya hemos llegado. Emprender la ruta de noche sería una locura. Vamos al palacio, descansaremos, y luego pensaremos qué hacer.
—Pensaremos, pero al final decidirás tú solo, sin tener en cuenta mi opinión. Así que lo considero inútil.
La joven bajó la cabeza; no podía mirarlo. Sabía que esa noche no partirían, pero le dolía que él la hubiera llevado allí con engaños. Anvar tocó suavemente su barbilla con un dedo, obligándola a mirarlo.
—De ahora en adelante decidiremos juntos. ¿Querías firmar un tratado? Perfecto, lo redactamos aquí y lo firmamos.
—¿Y los senadores? Sus firmas también son necesarias.
—Las pondrán después. Aún quedan territorios en disputa, la frontera no está definida.
Ainería comprendió que no tenía elección. Temía permanecer con aquel hombre que ejercía un magnetismo irresistible sobre ella. Aferrándose a los últimos restos de orgullo, se negó a aceptar la derrota en esa lucha desigual. Giró la cabeza, esquivando su contacto.
—Una noche. Me quedaré solo una noche, y mañana me llevarás a Marensburg.
Anvar guardó silencio, lo que despertó en ella sospechas sobre su verdadero consentimiento. La alojaron en aposentos lujosos, junto a los del rey. Escuchó cómo él ordenaba a los guardias protegerla y asignaba varias doncellas personales a su servicio.
La joven se quedó de pie ante la ventana, contemplando la lejanía. Esperaba que el hombre cumpliera su palabra, pero, si no lo hacía, debía estar preparada. Se volvió de pronto y chocó contra el torso de Anvar. Dio un paso a un lado, justificándose:
—No te oí entrar. En lugar de tantas doncellas, ¿podrías asignarme solo a una? Quiero que Rebeca me atienda.
—Por supuesto. Tendrás a ellas y también a Rebeca. Ahora mismo te traerán la cena.
—Y que preparen un baño.
Anvar asintió y abandonó la estancia. Esa noche Ainería durmió profundamente y se despertó bastante tarde. Le sirvieron el desayuno, la vistieron con un vestido que no era en absoluto adecuado para viajar. Entonces comprendió: Anvar la había engañado otra vez. Nunca había planeado salir de allí. Llenándose de rabia, ordenó con brusquedad a la doncella:
—Dile al rey que deseo verlo.
Editado: 06.11.2025