El secreto de la reina

36

—Por supuesto. Tendrás a estas doncellas y también a Rebeca. Ahora mismo te traerán la cena.

—Y que preparen un baño.

Anvar asintió y salió de la estancia. Esa noche Aineria durmió profundamente y despertó bastante tarde. Le sirvieron el desayuno, la vistieron con un vestido que no era en absoluto adecuado para viajar. La joven comprendió enseguida: Anvar la había engañado otra vez. No tenía intención de marcharse.

Furiosa, siseó a la doncella:

—Dile al rey que deseo verlo.

La muchacha inclinó la cabeza y salió de la habitación. Los minutos de espera parecían eternos y Aineria contaba el tiempo tamborileando con los dedos sobre la mesa. Por fin, la sirvienta regresó con una noticia decepcionante:

—Su Majestad, el rey, dijo que está un poco ocupado y que la visitará más tarde.

Eso bastó para que los ojos de Aineria se llenaran de ira. Había decidido mantenerla cautiva. Ella no iba a permitir que la trataran así; le haría la vida tan imposible que él mismo acabaría deseando librarse de ella.

—¿Dónde está Anvar?

—En el despacho.

Aineria se dirigió con paso firme hacia la puerta. Al abrirla, se topó con las anchas espaldas de dos guardias. Ellos se giraron hacia ella, mirándola con aire interrogante. La joven frunció el ceño:

—Abrid paso, necesito salir.

—Lo sentimos, pero tenemos órdenes de no dejarla ir a ninguna parte.

De rabia, Aineria apretó los labios. Sí, la había encerrado. Entendía que si mostraba debilidad en ese momento, permanecería entre los sofocantes muros del palacio hasta dar a luz, y después nada impediría que Anvar cumpliera sus amenazas. Con voz severa, los advirtió:

—Si no me dejáis pasar, tendré que usar la fuerza.

Uno de los guardias sonrió con descaro. Eso fue la última gota, el detonante. Aineria extendió las manos y de ellas se esparció un humo rojizo. La niebla tocó la piel de los guardias y les produjo quemaduras. Mientras los hombres se ocupaban de sí mismos, la joven se deslizó entre ellos hacia el pasillo:

—Si os portáis como niños obedientes, os curaré.

Caminaba con paso seguro y ya nadie se atrevía a interponérsele. Llegó hasta el despacho del rey, donde encontró otra barrera de guardias. La miraban con desdén, sin sospechar lo que había ocurrido con sus compañeros en el piso superior. Desde lejos, sin detenerse, Aineria advirtió:

—Voy a ver al rey. Abrid la puerta de inmediato, si no queréis salir heridos.

Los guardias no se movieron, aunque se tensaron. Uno de ellos desenvainó la espada, como si pensara enfrentarse a una mujer desarmada:

—No podemos dejarla pasar, debemos anunciar su llegada.

—A mí me podéis recibir sin avisar.

Aineria liberó la niebla venenosa y esta cubrió la piel de los guardias con ampollas. Ellos gritaron de dolor. A la joven le gustaba sentir su poder, su grandeza y su fuerza. Ese dominio nublaba su razón. Con un gesto enérgico, abrió de par en par las puertas y entró con paso majestuoso en el despacho.

Anvar estaba sentado a la mesa larga y, junto a él, un desconocido al que Aineria ni siquiera prestó atención. El rey se levantó de inmediato:

—¿Aine? ¿Por qué estás aquí? ¿Ha pasado algo? ¿Por qué gritan mis guardias? ¿Ha habido un ataque?

Su rostro revelaba preocupación y su mirada se dirigía hacia el umbral, buscando al enemigo. Aineria se acercó a él:

—¡Sí ha pasado! Has decidido mantenerme cautiva. No vuelvas a decirme que estás ocupado y que vendrás después. ¿Por qué ni siquiera ordenaste preparar la carroza? Hoy debíamos partir hacia Dalmaria.

La joven se puso las manos en la cintura, mostrando claramente su indignación. Guardias desconcertados irrumpieron en la sala. Anvar los contuvo con un gesto de la mano, indicándoles que todo estaba bien.

—¿Qué ha ocurrido con mi guardia?

Aineria se encogió de hombros y, ya más calmada, explicó:

—No me dejaban verte, tuve que… chamuscarlos un poco.

—¿Los sanarás? Y luego hablaremos.

La joven alzó las manos y liberó un humo verdoso que envolvió a los hombres heridos; las llagas de su piel comenzaron a cerrarse.

—Todo esto es por tu culpa. Ahora sabrás lo que significa irritar a una mujer embarazada.

—Dejadnos solos —ordenó el rey, sin apartar de ella su mirada asombrada. Las puertas se cerraron y él se pasó los dedos por el cabello:

—¿Qué te ocurre? ¿Por qué esa desesperación?

—No soy tu prisionera, Anvar. Tú prometiste que hoy partiríamos hacia Dalmaria, y en cambio ni siquiera me han despertado.

—Quería que durmieras y recuperases fuerzas. Ayer fue un día difícil y necesitabas descansar. No prometí ningún viaje; planeábamos redactar el tratado aquí. ¿Para qué desplazarnos, si todo puede hacerse en este lugar? Justo estaba ocupado con ese asunto junto al escriba; él estaba anotando los puntos principales para luego darles forma en un documento y entregártelo para que lo revisaras y añadieras correcciones.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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