El secreto de la reina

37

Anvar hablaba con calma, y la joven alcanzó a captar en sus palabras un grano de razón. Corrió la silla hacia atrás y se sentó de lado, apoyando un codo en la mesa mientras la otra mano descansaba sobre el respaldo.

—¿Por qué no viniste a mí y me lo explicaste todo? ¿Tan poco deseabas verme? Además, yo no acepté quedarme.

—Quería terminar con el escriba —Anvar suspiró con pesadez y se sentó en la silla contigua—. Aine, no es necesario que hieras a alguien cada vez que deseas verme. Si ellos hubieran usado la fuerza contra ti… ni quiero imaginar lo que podría haber ocurrido. Menos mal que los guardias no reaccionaron a tu ataque, quizás notaron tu embarazo. Después de todo, llevas en tu vientre al heredero del rey.

—No me dejaban salir de los aposentos, y solo por tu culpa sufrieron. Yo no soy una prisionera…

—No eres una prisionera —la interrumpió Anvar con rapidez—. Claro que no lo eres, eres mi huésped. No te dejaban salir únicamente por tu bien. Me preocupa el niño.

Aineria notó cómo el hombre subrayaba que se preocupaba solo por el niño y no por ella. Procuró no mostrar cuánto se le oprimía el corazón, y alzó con orgullo el mentón:

—No vuelvas a intentar encerrarme. Si voy a quedarme unos días, necesito escribir una carta a Dalmaría.

—¿Vas a escribirle a él? —los ojos de Anvar chispearon de ira, sus pómulos se tensaron.

—¿A él, quién? —la muchacha fingió ignorancia y observó con atención su reacción.

—A Elizar.

—Sí, es mi esposo —Aineria lo remarcó con intención. Sabía que cualquier mención de su hermano enfurecía a Anvar. El rey se levantó de golpe y, como si no soportara verla, se volvió hacia la ventana.

—Está bien. El papel y la tinta los encontrarás en tus aposentos. Un mensajero llevará la carta. Si eso es todo, puedes retirarte a descansar.

—Eso es todo —Aineria arrastró la silla con disgusto y salió del despacho.

Por supuesto, podría haber seguido discutiendo con Anvar, pero aquello solo habría complicado la situación. Le pesaba no poder hablar con él con normalidad. Con sinceridad, con franqueza, con verdad. Estaba obligada a ocultarse tras la máscara de una reina de hielo, aunque en su interior ardía un fuego que despertaba únicamente con la presencia de Anvar. En parte, había decidido quedarse por esa razón. Dalmaría se le antojaba extraña, y aquí al menos podía verlo, aunque fuese a la distancia. Se marcharía, claro que se marcharía antes de dar a luz, pero más adelante. Al fin y al cabo, si no estuviera embarazada, el rey no toleraría su presencia.

Aineria pasó por la sala de los sanadores y curó a los guardias heridos. Finalmente escribió la carta a Elizar, pero, consciente de que Anvar podía leerla, meditó cada palabra.

Aquella noche Aine no apareció en el salón del banquete. Cenó en orgullosa soledad, y eso irritaba a Anvar. La joven con cada palabra, cada gesto, cada movimiento, dejaba claro que no deseaba estar allí. La certeza de que ansiaba tanto reunirse con Elizar le envolvía el corazón como una serpiente traicionera que lo apretaba, impidiéndole respirar. En lugar de esas doncellas risueñas de familias nobles, habría querido ver a Aine. Paseó la mirada por los cortesanos ebrios y comprendió lo poco que le agradaba esa compañía.

Hizo girar un cuchillo en la mano y soltó una risita amarga. Si quería ver a su amada, necesitaba un pretexto. Ya había intentado ese método antes, aunque sin éxito. Sin pensarlo mucho, pasó de pronto el filo afilado por la palma de su mano, abriendo la piel. La sangre brotó de inmediato y se escucharon los gritos asustados de las damas más sensibles. Un sirviente corrió hacia el rey y presionó la herida con una servilleta. Anvar atrapó la tela con los dedos y se levantó:

—Me he cortado por accidente, no es nada. Continúen la cena.

Abandonó el salón con paso rápido. Caminó decidido por los pasillos hacia la única persona por la que había montado aquella farsa. Aunque la razón le recordaba todas las ofensas, el corazón deseaba verla. Los sirvientes abrieron las puertas y el hombre entró con firmeza en los aposentos. De inmediato se topó con la mirada inquisitiva de Aine. Ella estaba sentada a la mesa, bebiendo té. En el plato quedaban restos de un strudel de manzana, y estaba claro que no lo esperaba. La muchacha volvió a ignorar su presencia, sin molestarse siquiera en levantarse. Anvar se acercó y lanzó la servilleta ensangrentada sobre la mesa. Extendió bruscamente la mano:

—¿Me sanarás?

Ella miró la herida y soltó una risita seca. Contra las expectativas del hombre, la sangre no la impresionó en lo más mínimo; la observaba como si fuera algo trivial.

—Te las arreglarás solo. No es una herida mortal, y un poco de incomodidad no te vendrá mal —hizo un sorbo de té con cierta burla—. Y dime, ¿quién se ha atrevido a herir al honorable rey? ¿Debo acercarme a la ventana? ¿Su cabeza ya cuelga en una pica?



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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