El secreto de la reina

38

—Muy gracioso —Anvar bajó la mano. Al planear todo aquello jamás había imaginado una reacción así. Pensó que la muchacha se preocuparía por él, que cuidaría de él, y no que se burlaría. Con cierta vergüenza tomó la servilleta de la mesa y la presionó contra la herida—. Yo mismo me corté accidentalmente con el cuchillo.

Anvar intentó vendarse la mano solo. Envolvió la tela alrededor y, ayudándose con los dientes, trató de hacer algo parecido a un nudo. Al ver sus intentos inútiles, la joven estalló en una carcajada cristalina. Se levantó y se acercó al rey:

—Déjame ver.

Los delicados dedos tocaron su palma. Un leve cosquilleo recorrió el cuerpo del hombre y despertó el volcán que llevaba dentro. Ella dejó la servilleta sobre la mesa y lo miró con sus ojos azules, como lagos profundos.

—¿No temes que use el poder de la destrucción? —con un gesto casi intencionado, pasó lentamente el dedo a lo largo de la herida. El rey tragó con dificultad y no reconoció su propia voz ronca:

—Tenemos que aprender a confiar el uno en el otro.

La joven bajó la cabeza y de sus manos brotó una neblina verde. Finas hebras de humo envolvieron la mano de Anvar. Él sintió un calor que le recorría todo el cuerpo. La neblina se disipó y la herida desapareció, aunque ella no se apresuró a soltarlo. Sus labios parecían pétalos de rosa que él ansiaba besar. Se inclinó, cediendo al deseo, pero Aine deslizó su dedo hacia arriba y entrelazó sus manos:

—¿Tu escriba ya ha preparado el contrato?

—Casi. Solo quedan algunos detalles.

La muchacha soltó sus manos de golpe y se alejó hacia el sillón donde había estado antes:

—Espero ver ese contrato mañana.

—Yo también. Ya sabes cómo son esos escribas, tan torpes… Si manchan el papel con tinta, si escriben mal una palabra, hay que empezar de nuevo.

Anvar retrasaba adrede el momento y no mostraba el contrato ya terminado. No quería que ella tuviera un motivo para abandonar el palacio. El rey miró el coágulo escarlata que latía en su vientre y su corazón se agitó de alegría. Aineria pareció percibir esa mirada y cubrió su vientre con las manos.

—Si no necesitas sanar nada más, no me atrevo a retenerte. Aún tienes que repasar el contrato esta noche y buscarle manchas.

Tan descaradamente nunca lo habían echado. Ella lo trataba como a un igual, despreciando todas las reglas oficiales de la etiqueta, y eso le gustaba al hombre. Fuerte, independiente, valiente. Quería domarla y doblegarla, porque recordaba bien cuán dócil y obediente podía ser esa muchacha. Pero, evidentemente, no hoy. Se dirigió hacia la puerta:

—Tienes razón. Me voy, buscaré errores, así el escriba tendrá con qué entretenerse esta noche. Gracias por sanarme y buenas noches.

La puerta se cerró con estrépito y Aineria sintió un vacío en su interior. Aunque se resistiera, los oscuros abismos de sus ojos la arrastraban cada vez más hacia un pecado inevitable. Para no ceder a la tentación, se obligó a despedirlo.

El desayuno se lo llevaron a sus aposentos. Anvar, aunque aseguraba que era su invitada, en absoluto la trataba como tal. Ni siquiera la invitaba al comedor, la mantenía en la habitación como a una mascota. Bien, hoy pondría a prueba su paciencia. La idea hizo que Aineria sonriera para sí misma.

Unas manos ancianas y arrugadas, cubiertas de manchas rojas, le tendieron una taza de té. Solo entonces Aineria se fijó en la mujer que la servía. El cabello canoso escapaba del cofia, sus ojos grises se entrecerraban con picardía, y una ligera joroba en la espalda le añadía más años. La reina nunca la había visto antes. La joven miró alrededor y comprendió que había quedado a solas con aquella mujer. Tan absorta estaba en sus pensamientos que no notó cuándo los demás se habían marchado. Aineria tomó la taza, aunque no se apresuró a beber. La desconocida le parecía sospechosa. Como si percibiera las cautelas de la reina, sonrió mostrando unos dientes negros y escasos:

—No temas, Aineria. La muchacha que ocupó tu cuerpo todos estos años adoraba este té.

Un escalofrío la recorrió como agua hirviendo. No entendía quién era aquella mujer ni cuáles eran sus intenciones. Frunció el ceño con severidad y se apoyó contra el respaldo del sillón:

—¿Qué quiere decir con eso?

—No finjas. Sé que has regresado con nosotros hace poco. Así fue como Cornelia perdió el poder.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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