El secreto de la reina

41

Los ojos de la muchacha comenzaron a moverse con nerviosismo. Intentaba no mostrar su inquietud, pero Anvar percibió su miedo. Con orgullo, alzó el mentón:

—¿Por qué piensas eso? Antes estaba leyendo sobre sirenas… ¿o acaso también me vas a acusar de ser una sirena?

Esa desconfianza se le clavaba en el corazón como espinas afiladas, desgarrándolo en pedazos. No entendía por qué ella temía confiar en él.

—No lo finjas, Ayne, Loraine me lo contó todo —al ver la expresión interrogante en el rostro de la joven, Anvar precisó—: la mujer que te traía el desayuno.

Ayne guardó silencio unos segundos y después apoyó la mano sobre su vientre, como si temiera perder algo muy valioso.

—¿Y ahora qué? ¿Vas a ejecutarme? Si lo haces, te aguarda un escándalo internacional: soy la reina de Dalmaría.

—Ayne, ¿de qué estás hablando?

—Sé muy bien cómo tratas a los de mi clase. Ejecución en el acto —hablaba con una seguridad inquietante, como si viera con sus propios ojos una inexistente matanza ordenada por el rey contra los de doble alma.

Anvar negó con la cabeza:

—Ayne, yo no condeno a muerte por algo así. ¿De dónde sacaste semejantes tonterías?

—Elizar lo dijo… —pronunció el último nombre con cierta lentitud, como si acabara de comprender algo.

—Imagino que no es lo único de lo que me ha acusado tu querido hermanito. ¿Me dirás al fin toda la verdad?

Anvar ansiaba que desaparecieran todos los secretos entre ellos. Veía la duda reflejada en los ojos azules de Ayne, tan profundos como dos lagunas. Su silencio lo angustiaba, aunque al mismo tiempo le daba esperanza de que llegara la confianza. La muchacha bajó la mirada al suelo y suspiró con pesadez, como si se preparara para una confesión difícil.

—Vivía en otro mundo, sin sospechar siquiera de la existencia de este. La primera vez que llegué aquí fue cuando casi caigo sobre ti. Entonces Elizar me habló de la magia, del rey tirano y de todo lo demás. Por eso te dije que no recordaba nada. En parte era cierto, porque en realidad no sabía lo que hacía Ayne. Ella era la novia de Elizar, y después tu hermano quiso que yo ocupara su lugar.

El rey apretó los puños. Los celos le llenaron el pecho y le cortaron la respiración, pero solo ahora comprendía por qué antes de aquella caída no había reparado en la doncella. Porque no era su Ayne. Con su llegada, el mundo entero se había dado vuelta, iluminándose con mil colores. Pese a la primavera que florecía en su corazón, el hombre trató de conservar la severidad.

—¿Elizar quería que me mataras?

—Sí, pero me aseguraba que solo debía arrebatarte la magia, sin causarte otro daño.

Dolía escuchar eso de su hermano. Anvar sospechaba que no era la única intriga, aunque parecía difícil sorprenderlo ya. Hacía tiempo que notaba la ambición de Elizar por el poder, pero no quería creer que fuera capaz de traicionarlo. Con suavidad, tocó con las yemas de los dedos el mentón de Ayne, obligándola a mirarlo. Le fascinaba el azul de sus ojos: al contemplarlos, de inmediato evocaba un campo de acianos. Para no incomodarla, retiró la mano.

—Pero no lo hiciste. Ni siquiera lo intentaste. ¿Por qué?

—Al principio no sabía usar la magia, y luego… —tragó saliva con dificultad, como si fuera a confesar algo mortal; se retorcía los dedos con nerviosismo— me enamoré de ti.

Anvar sonrió, tomó con ternura su mano y la llevó a sus labios. Despacio, fue cubriendo cada dedo con un beso ardiente, disfrutando de su cercanía. La joven no se resistió y parecía incluso contener la respiración. Él deseaba colmarla de besos, tenerla siempre en sus brazos. Ella cerró los ojos y de su pecho escapó un leve gemido.

Anvar detuvo sus besos, la sujetó por la cintura y se inclinó hacia ella. Quería decirle lo mismo, confesar al fin esos sentimientos que llevaba tiempo guardando. Nunca antes había pronunciado tales palabras y, testarudas, se negaban a salir de su boca. Se detuvo a escasos milímetros de sus labios, sin atreverse a romper la diminuta distancia. Algo lo retenía, un hecho inquietante que no le permitía cruzar la línea.

Aineria cerró los ojos en un dulce presentimiento. Un murmullo suave le rozó el rostro:

—¿Por qué te casaste con Elizar? ¿Te obligaron?

—No. No quería que mi hijo fuera considerado un bastardo. Elizar prometió reconocerlo como suyo, y la magia de vuestra familia lo habría confirmado.

—¿Y no pensabas decirme nada sobre tu embarazo? —su voz sonó con un reproche que solo consiguió irritar a Ayne.



#119 en Fantasía
#22 en Magia
#740 en Novela romántica

En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.