La joven comprendió que él lo había hecho otra vez. Había usado su encanto y el amor que ella sentía para arrancarle información. Ayne se dio cuenta de ello cuando ya había revelado todos sus secretos. Incapaz de soportarlo, retiró sus manos de las de él y se puso en pie de un salto. Necesitaba alejarse de Anvar para recuperar la claridad de pensamiento.
Se acercó a la mesa y se sirvió un vaso de agua. Lo sostuvo entre las manos, sin prisa por beber. Quería la verdad, pues que la tuviera.
—No. Después de lo que le dijiste a Cecilia, ya no quise volver a verte. De hecho, eso me impulsó a huir. En aquel momento aún no sabía de mi embarazo, pero incluso si lo hubiera sabido, igualmente me habría marchado.
En la frente de Anvar apareció un surco de arrugas. Claramente intentaba recordar los sucesos de un mes atrás. Para facilitarle la tarea, Aineria declaró con orgullo:
—Lo escuché todo, Anvar. Esas palabras se grabaron en mi corazón y regresan cada noche en mis sueños. Me humillaste. Justo después de nuestra intimidad confesaste tus sentimientos a otra, y a mí me llamaste un pasatiempo fugaz. ¿Crees que me faltan modales, belleza, educación? Tal vez, en ese entonces, apenas llevaba un mes en este mundo de locos y nadie me había enseñado la etiqueta de la corte. Me prometiste besar solo sus labios, pero, como vemos, tampoco cumpliste esa promesa. Al descubrir la perfidia de Cecilia, elegiste como prometida a Milberga.
—¿De qué hablas? —Anvar se levantó y abrió los brazos—. Yo jamás le dije algo así a Cecilia.
—¿Y todavía lo niegas? Lo oí con mis propios oídos. Íbamos pasando con Elizar junto a la tienda, y me detuve al reconocer tu voz. Ten el valor de admitirlo. No exijo explicaciones, ya lo comprendí todo hace tiempo. Así que no te atrevas a volver a preguntarme por qué oculté de ti mi embarazo.
Anvar se frotó el rostro con las manos, agotado. El pecho de Aineria subía con fuerza, y bajo él su corazón latía desbocado. Las heridas recientes se habían abierto de nuevo y sangraban otra vez. Aunque la joven se había prohibido llorar, la humedad se acumulaba en sus ojos. Apartó la cabeza a un lado y bebió de un trago el agua.
—Ayne, yo no le dije nada de eso, no pude. Piensa un momento: ¿Elizar fue quien te llevó a la tienda?
—No, simplemente pasábamos cerca. Tranquilo, no escuchamos demasiado. En cuanto oí la risa de Cecilia y tus palabras sobre tu conducta indecente, nos marchamos.
Aineria no pudo más. Una lágrima traicionera rodó por su mejilla, revelando su dolor. El hombre se acercó demasiado. Extendió la mano y con cuidado secó la lágrima de su rostro encendido. Ese gesto no hizo más que agitar la amargura de su corazón.
—¿Pero tú no me viste?
—No, me bastó con lo que escuché. Basta ya, Anvar —la muchacha se apartó, deshaciéndose del contacto que tanto deseaba—. En cuanto firme el tratado, regresaré a Dalmaría y no volverás a ver a la reina maleducada. Y de nuestro hijo te aconsejo que te olvides. Milberga te dará otro.
En esas últimas palabras, su voz tembló, delatando el huracán que rugía en su interior. Anvar negó con la cabeza y elevó el tono:
—No quiero ni otro hijo, ni otra mujer. Yo no dije nada de eso. Dime, ¿esa ilusión era obra de Elizar? —la joven asintió con indiferencia, ya sin ver sentido en ocultarlo.
—¿Y no la lanzó Derek?
—Él. Aunque no importa. Vincent también apoyó la idea. Estaban convencidos de que no firmarías el tratado si descubrías la verdad.
El hombre suspiró hondo y por un instante cubrió el rostro con las manos. Sus ojos se abrieron como dos grandes botones.
—Nos engañaron a los dos, Ayne. Sospecho que Derek proyectó la ilusión en el campamento y tú escuchaste lo que Elizar quería. Al sembrar en ti el odio hacia mí, pudo convencerte de huir y enseguida te siguió. Lo planeó todo, Ayne. Hizo lo necesario para separarnos.
Anvar parecía sincero. En sus ojos color chocolate brillaba la ira y sus pómulos se tensaban. La muchacha deseaba creerle, pero dudaba de que Elizar fuera capaz de semejante perfidia. Él nunca mencionó la fuga: fue ella misma quien lo decidió. Anvar pasó los dedos por su oscuro cabello:
—Vaya jugada de mi querido hermano. No podía ser peor. ¿Sabes lo que me dijeron de ti? —sin esperar respuesta, continuó—: me aseguraban que eras una espía. Que informabas a Dalmaría de cada uno de mis pasos, que me sedujiste a propósito y que tu verdadero objetivo era matarme.
Editado: 06.11.2025