Aine tragó con dificultad. Era desagradable oír algo así, aunque ni siquiera ella sabía si era cierto. Decidió ser honesta hasta el final.
—Yo no te seduje, fue algo que ocurrió por accidente. Las flores me nublaron la mente y... —la chica guardó silencio un instante, intentando ahuyentar los recuerdos indecentes—. Pero no sé qué hacía Aine. Tal vez sí espiaba, pero no era yo.
—Te creo —Anvar se acercó a ella y la rodeó con un abrazo ardiente. Rozó su cabello con los labios y dejó allí un beso casi imperceptible—. Nos mintieron a ambos, y en lugar de aclarar las cosas, confiamos ciegamente en nuestros enemigos. ¡Pobrecita mía! Te asustaron tanto con el “terrible Anvar”, que ni siquiera te atreviste a hablarme.
Aineria permaneció inmóvil, se derretía en sus brazos y temía romper el encanto de ese instante. Sus manos la sujetaban con fuerza por la cintura, y sus labios encontraron los suyos en un beso impetuoso, hambriento, como si temiera que alguien se la arrebatara. Ese miedo solo encendía más el fuego que ya ardía dentro de Aineria. Las piernas le temblaban, se aferró a sus hombros fuertes para no caer. Durante más de un mes había soñado con ese beso, con volver a sentir el calor de sus brazos y aspirar su aroma familiar.
Respondió con toda la pasión contenida, sin reprimir nada, acariciándole la espalda con ansia. Él lo interpretó como una señal. Sus manos descendieron, atraparon sus caderas a través del crinoline. Anvar la alzó y la depositó sobre la mesa, acomodándose entre sus piernas. Sus besos bajaban cada vez más, arrancándole los últimos restos de cordura. Sus dedos hábiles desataban las cintas del corsé, mientras su boca recorría su cuello con besos ardientes.
Entonces Aineria, como si despertara de un sueño impuesto, lo empujó suavemente.
—Detente. No debemos seguir.
Él alzó la cabeza y se quedó inmóvil, aún sujetando la cinta del corsé. La miró con una mezcla de sorpresa y desilusión. Su pecho ancho subía y bajaba al compás de la respiración agitada. Aineria se deslizó de la mesa, obligándolo a apartarse y retirar las manos. Se alejó hasta la ventana, como huyendo de una tentación pecaminosa, buscando despejar la mente. No quería convertirse en otra de sus muñecas. Ya le había confiado su corazón una vez, y se lo había destrozado. No estaba segura de sobrevivir a una segunda caída.
—No puede ser, Anvar. Estoy casada, y tú tienes prometida.
—Tú no lo amas. Te obligó a casarte con engaños —ella notó que él convenientemente ignoraba su propia promesa de matrimonio. Los pensamientos se le mezclaban, la mente se nublaba y ya no sabía dónde terminaba la realidad. El hombre no se le había declarado ni le había prometido nada, y unas relaciones efímeras, aunque mediara el amor, no le interesaban. Negó con la cabeza.
—Nadie me obligó. Lo decidí por voluntad propia. Además, tú tampoco piensas romper tu compromiso, así que será mejor olvidar este... desvarío momentáneo.
—Pero yo no quiero olvidarlo —Anvar volvió a acercarse y la estrechó contra su pecho—. Arreglaremos todo, solo confía en mí.
—No sé si puedo creerte. Me hiciste tanto daño... temo volver a tropezar con la misma piedra. Intentaste quemarme viva, me empujaste por un precipicio, me acusaste de espía y traidora. Y ahora, cuando descubres que soy reina, de pronto finges afecto.
—He repetido mil veces que no quise matarte, solo asustarte y saber la verdad —guardó silencio y apartó la mirada, como si estuviera perdiendo algo valioso. Sus manos cayeron lentamente, liberándola de su abrazo deseado—. Tienes razón, no hay motivos para que confíes en mí. Pero ahora tú y el niño sois lo más importante en mi vida. Haré todo lo que sea necesario para demostrártelo.
El sonido de sus pasos resonó por la estancia. Anvar se marchó, dejando a Aineria junto a la ventana, confundida y temblorosa. Aún sentía sus labios sobre los suyos. Quería correr tras él, continuar los besos. Pero, sacudiendo la cabeza, trató de apartar aquella neblina. No debía permitirse soñar con eso, o volvería a quedar con el corazón destrozado. No tenía pruebas de que el hombre dijera la verdad.
Al mediodía, un paje entró en la habitación:
—Su Majestad, el rey, la invita a almorzar en el jardín.
Editado: 06.11.2025