El secreto de la reina

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Esa conclusión atravesó el corazón de Aineria como una estaca envenenada. Milberga hablaba de ella como si fuera una cortesana. Esperaba que Anvar desmintiera las palabras de su prometida, pero él permanecía en silencio, con los puños tan apretados que los nudillos se le habían puesto blancos. Con ese gesto, el hombre acababa de demostrar la vacuidad de sus promesas.

La joven no pensaba tragar la humillación en silencio: alzó la cabeza con orgullo.

—Así que así me ven aquí —dijo con voz serena, aunque por dentro ardía—. Como a la antigua amante de Elizar, a la que le ha sonreído la suerte y ha acabado embarazada por accidente.

Aineria enunció aquel triste hecho con calma, y Milberga asintió complacida.

—Tendré que decepcionarte —continuó la joven—. Su Majestad no se preocupa por mí, y mi hijo no es ningún bastardo. Nacerá dentro de un matrimonio legítimo. Estoy casada, Milberga, me casé con Elizar.

De los labios de la duquesa escapó una risita nerviosa.

—Claro… Elizar está casado con la reina de Dalmaria. Todos lo saben, y nadie creerá tus fantasías.

El tono arrogante y burlón de Milberga hizo que Aineria apretara los dientes. La duquesa, sin el menor pudor, posó la mano sobre el brazo de Anvar, subrayando con ese gesto su cercanía. En sus dedos brillaban anillos carísimos, y en sus ojos relucía una chispa depredadora. Tocaba al hombre que Aineria amaba, y él se lo permitía. La joven comprendió una vez más lo vacías que eran sus palabras.

—Lo sé. Y ahora, amplía un poco tu horizonte —dijo Aineria, extendiendo la mano y separando ligeramente los dedos—. Comprende que la reina de Dalmaria está frente a ti.

Para darle a su persona un aire de dignidad, alzó la barbilla con elegancia. Milberga soltó una carcajada fingida.

—Había oído que el embarazo vuelve a las mujeres más tontas, pero nunca lo había creído… hasta verte. Eres la prueba viviente.

—¡Basta, Milberga! —Anvar por fin perdió el control, apartó su mano de la de ella y golpeó la mesa con el puño—. Aine te ha dicho la verdad. Ella es la reina de Dalmaria.

En los ojos de la duquesa se mezclaron desconcierto, incredulidad y miedo. Negó con la cabeza.

—¿Cómo podría ser posible?

—Aine resultó ser la hija perdida del rey.

—Jamás creeré que esa cortesana, que se dedicaba a vaciar orinales, sea una reina. Pero ahora entiendo el interés de mi prometido.

El desprecio en las palabras de Milberga fue la última gota para la paciencia de Aineria. Intentó mantener la calma, pero la tensión hizo temblar su voz.

—Imagínate, lo soy —respondió con ironía—. Y ni siquiera tuve que casarme para lograrlo. Nunca he sido una cortesana, así que no juzgues a los demás según tu propio ejemplo.

Los ojos azules de Milberga se agrandaron como platos. Buscó apoyo alrededor, pero no lo halló. Colocó una mano sobre el pecho con fingida indignación.

—¿Cómo te atreves? ¡Anvar, está insultando a tu futura esposa, está insultando a la reina!

—Ya basta —el rey le lanzó una mirada severa—. Eres tú quien ahora está ofendiendo a la madre de mi hijo. Aine está embarazada de mí. Yo soy el padre de su criatura.

Milberga se quedó petrificada. Sus labios temblaron como hojas de arce agitadas por el viento. Sin preocuparse por las maneras, tomó la copa de agua del rey y la vació de un trago. Luego entrecerró los ojos con rabia.

—Así que no me equivoqué. Eres una cortesana. Qué gran suerte la de Dalmaria con su nueva reina.

—Milberga, no vuelvas a hablar así de Aine —replicó Anvar, con voz dura y fría—. Esa actitud no le sienta bien a una dama. Ve a tus aposentos y déjanos solos.

El tono severo con que lo dijo no apaciguó la rabia de Aineria. Aquella conversación le parecía absurda. Estaba furiosa con el rey: por un lado, había reconocido al niño, pero por otro la dejaba en ridículo ante todos, como si fuera una mujer sin honor.

Se levantó y, mientras contenía las lágrimas que amenazaban con traicionarla, dijo con firmeza:

—Creo que me iré. Ya hemos hablado suficiente. Esperaré el contrato. Si hoy tampoco lo tienes, iré yo misma a buscar a ese escribano y… —Aineria se interrumpió, pero agitó las manos como si estuviera estrangulando a alguien. Luego alzó la cabeza con orgullo y salió sin mirar atrás.

Se encerró en sus aposentos y no quiso ver a nadie. Desprecio, insultos, burlas: eso era todo lo que la esperaba en Flamaria. Decidió distraerse de sus pensamientos oscuros. Llamó a Rebeca y Lora, que le enseñaban a bordar.

En otro tiempo, Aineria había bordado con punto de cruz, pero eso había sido en otra vida. Las risas de las niñas llenaban la habitación y lograban, al menos por un momento, calentarle el corazón.

Entonces, alguien llamó a la puerta con timidez. La joven dio permiso para entrar y se sorprendió al ver quién aparecía.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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