En el umbral estaba Anvar. Jamás llamaba antes de entrar; solía irrumpir con pompa, disfrutando de su grandeza. Pero esta vez se detuvo, como si dudara. En sus manos sostenía unos documentos enrollados, y Aineria supuso que era el contrato. Un impulso repentino la llevó a querer firmarlo enseguida, sin siquiera mirarlo, solo para poder marcharse de aquel palacio.
El hombre avanzó hasta el centro de la estancia.
—No sabía que supieras bordar.
—Hay muchas cosas que aún no sabes de mí.
—Espero remediarlo pronto —dijo Anvar, dirigiéndose a Rebeca—. Déjanos solos.
Aineria frunció el ceño mientras veía cómo la sirvienta recogía el bastidor, tomaba al niño y salía. El rey se sentó junto a ella en el diván y le tendió los papeles.
—Aquí está todo como pediste. El contrato está redactado; si estás de acuerdo con los términos, solo falta tu firma.
—Si no has cambiado nada de lo que hablamos antes, estoy conforme. Iré por el tintero.
Intentó levantarse, pero unos dedos cálidos rozaron su mano y la detuvieron.
—¿Ni siquiera lo vas a leer? —preguntó Anvar con una sonrisa enigmática. Pero aquella sonrisa ya no la hechizaba. Aineria recordaba bien la naturaleza hipócrita del rey.
—Claro que lo leeré —respondió—. Solo quiero acabar con esto cuanto antes y marcharme de Flamaria. Da la orden de preparar una carreta para mañana. Quiero partir al amanecer.
El semblante del rey se ensombreció. Dejó los documentos sobre la mesa y le sujetó la otra mano, impidiéndole levantarse.
—¿Por qué tanta prisa? No quiero que te vayas.
—¿Y para qué te serviría que me quedara? ¿Para que observe cómo te casas? ¿Para soportar insultos y desprecios en silencio mientras me llaman cortesana? No tengo el menor deseo de asistir a tu boda. Te deseo toda la felicidad del mundo con Milberga. Enviaré mi regalo por mensajero.
Intentó zafarse, pero Anvar la atrajo hacia sí. Con un brazo rodeó su cintura, con el otro seguía reteniendo sus manos.
—¿Estás ofendida? Hablé con Milberga. No volverá a molestarte.
—No lo hará porque me marcho. Dame ese maldito contrato, lo firmaré y no volverás a verme.
Quiso liberarse de su férreo agarre, pero él la sostuvo con más fuerza, acercando su rostro al suyo. El aire caliente de su respiración le rozó los labios.
—No te lo daré —susurró—. Romperé el contrato, envenenaré los caballos, destrozaré la carreta… haré lo que sea para que te quedes.
Aquellas palabras nublaron su mente, instándola a rendirse. Como si buscara quebrar por completo su voluntad, el hombre rozó su mejilla con la nariz, respirando hondo. Aineria logró apartarse y clavar la mirada en sus ojos mentirosos.
—¿Para qué? El niño no nacerá hasta dentro de ocho meses. No pienso quedarme aquí todo ese tiempo. Yo también tengo un reino del que ocuparme. Si quieres, podrás venir a ver al bebé cuando nazca. No te lo impediré. Pero para todos será el hijo de Elizar. No pienso darles motivos para despreciarme ni para que me llamen cortesana, como hizo Milberga.
Las chispas de ira se encendieron en los ojos del rey.
—¡Pero no pienso renunciar al niño! Lo reconoceré.
—¿Y de qué servirá eso? Solo conseguirás hacer de mí una mujer sin honra ante toda la corte. Si tu propósito es destruir mi reputación, adelante.
—No entiendes… es mi heredero, el futuro sucesor al trono…
—No —lo interrumpió Aineria, liberando al fin sus manos—. Mi hijo ya tiene un trono que heredar. Será el futuro soberano de Dalmaria. Tu príncipe, que te lo dé Milberga.
Se apartó de golpe y se levantó. Por fin libre de sus embriagadores brazos, se acercó a la ventana. Se volvió de lado, apoyando las palmas sobre el alféizar y contemplando la distancia. El silencio se adueñó de la estancia; ambos pensaban en lo suyo, sin querer ceder.
El diván crujió: Anvar también se levantó y se aproximó, aunque no se atrevió a tocarla.
—¿Así, sin más, vas a renunciar a nosotros? —preguntó con un tono de reproche que solo logró irritarla más.
Aineria abrió los brazos, impotente.
—No existe ningún “nosotros”. Estoy casada, y tú vas a casarte con Milberga. Lo único que nos une es este hijo… el fruto de un encuentro fortuito provocado por esas malditas flores.
Con sus propias palabras sentía cómo arrancaba su corazón del pecho. No quería aceptar esa realidad, pero tampoco seguir construyendo ilusiones vacías.
Anvar se alisó el cuello del jubón dorado y, ya sin contenerse, empezó a gesticular. Su voz resonó con fuerza.
—Deja de culpar a las flores. No tienen ese efecto. Basta de esconderte tras esa excusa: es hora de admitirlo. ¡Tú lo deseabas! ¿Acaso no fuiste tú quien me confesó su amor, quien me besó y me abrazó?
El silencio cayó pesado sobre la habitación. Aineria no podía negar la verdad. El rey esbozó una sonrisa breve, amarga.
—Fuiste tú —dijo con voz baja, casi tierna—. Así que deja las excusas y ten el valor de reconocerlo.
Editado: 06.11.2025