El secreto de la reina

48

Las palabras de reproche de Milberga pasaron inadvertidas para Anvar. La joven expresaba con demasiada claridad su descontento respecto a su encuentro con Aine, aunque intentaba disimularlo para no parecer celosa.

—Siéntate, tenemos que hablar —dijo él, señalando una silla, mientras se acomodaba en el sofá.

La mujer ignoró el lugar indicado y se sentó a su lado. Sus delicados dedos rozaron el hombro del rey.

—Estás demasiado tenso. Supongo que, como tu prometida, puedo permitirme cierta familiaridad —murmuró con voz suave—. Al fin y al cabo, en menos de dos semanas seré oficialmente tu esposa.

Sus finos dedos comenzaron a dibujar círculos sobre sus hombros, imitando un masaje. Luego, con naturalidad, apoyó el pecho contra su espalda, sin mostrar el menor pudor. Su voz, dulce y melosa, lo envolvía como una canción de cuna.

—Nos conocemos desde hace tanto tiempo que no tiene sentido seguir con todas esas formalidades. Sé perfectamente por qué me has hecho llamar a tus aposentos a estas horas.

—¿Ah, sí? —Anvar arqueó una ceja, sorprendido por su intuición. ¿Acaso había percibido sus verdaderos sentimientos?

La muchacha deslizó los dedos por su mejilla.

—Por supuesto. No soy una niña. Sé de los juegos de adultos que un hombre comparte con una mujer. Y creo que ya has tardado demasiado —susurró.

De pronto, Milberga le cubrió la boca con un beso. Lo besaba con torpeza pero con fuerza, sujetándole el rostro con ambas manos, como si temiera que él la apartara. La sorpresa lo paralizó, y por unos segundos permitió aquel atrevimiento. El beso le resultó frío, metálico, como si lo arrastrara hacia un abismo. Despertando de aquel trance, Anvar se apartó bruscamente y escapó de su abrazo.

Milberga le rodeó el cuello con las manos y bajó la mirada con fingida timidez, aunque él sabía bien que no sentía vergüenza alguna.

—Espero que perdones mi osadía —murmuró—. Te he amado desde la infancia, desde aquel día en que, jugando, atravesaste mi crinolina con tu espada. Sufría cada vez que veía a tus favoritas y soñaba con convertirme en tu esposa. No me atrevía a esperarlo, pero cuando supe que mi magia era digna de un rey… creí tocar el cielo. Estoy segura de que seremos felices.

Sus dedos se deslizaron por su camisa, trazando dibujos sobre su pecho firme. Lo estaba tentando abiertamente, dispuesta a todo. En sus ojos azules ardía el deseo.

Anvar le sujetó las manos con firmeza y la obligó a detenerse.

—No era esto lo que quería decirte.

—A veces conviene cambiar los planes —replicó ella, cerrando los ojos mientras se inclinaba hacia sus labios.

El rey comprendió que si cruzaba aquella línea, quedaría irremediablemente unido a la duquesa, sin posibilidad de volver atrás. Entonces, en su mente apareció la imagen de Aine: su dulce muchacha, que no necesitaba esfuerzo alguno para encender el fuego en su corazón. Solo pensar en ella bastaba para que su sangre se volviera lava ardiente, la misma que Milberga intentaba aprisionar en hielo.

Anvar apartó sus manos y se puso de pie. Se acercó al candelabro y enderezó una vela antes de hablar con calma:

—He cambiado de planes. Seré sincero contigo. Sabes que este matrimonio solo me convenía para asegurar un heredero. El Senado me presiona, la nobleza está inquieta, y Elizar no deja de causarme problemas. Pero ahora Aine está embarazada de mi hijo, y la necesidad de un matrimonio ha desaparecido.

Los ojos de Milberga se llenaron de furia; su labio inferior tembló. Sin comprender del todo a dónde quería llegar él, se levantó y se acercó, tomándole la mano con descaro. Con la yema de los dedos trazó invisibles líneas sobre su piel.

—Aun así, necesitas una esposa —dijo en voz baja—. Alguien en quien puedas confiar en los momentos difíciles, alguien que nunca te traicione, alguien que conoces desde hace años. Tu Aine está casada con Elizar, y tú necesitas un heredero legítimo. Además, no sabes cuán fuerte será el hijo de esa concubina… en cambio, el nuestro tendría un gran potencial mágico.

El mensaje era demasiado claro. Anvar retiró su mano y su semblante se endureció. Comprendió que romper el compromiso no sería fácil ni indoloro.

—El hijo de Aine es muy fuerte. Ya puedo sentir la corriente de su magia, y ni siquiera ha nacido aún. No tienes por qué preocuparte. Ese niño será mi heredero. Milberga, he decidido no casarme contigo.

El silencio llenó la estancia como un golpe seco. Los pómulos de Milberga se tensaron, y apenas lograba contener su ira.

—¿Ah, sí? —alzó las cejas con desdén—. ¿Así que vas a humillarme ante todo el reino? Empezarán las habladurías, los rumores… mi reputación quedará destruida.

—No te preocupes por eso —respondió él con serenidad—. Te casarás con cualquier duque que elijas. Ninguno se atreverá a desobedecer la orden de un rey.

Milberga se acercó a él y le rodeó el cuello, usando su último recurso. Se pegó a su pecho, como si aún pudiera ganarlo con su cuerpo.

—Pero yo quiero casarme contigo —susurró, con voz cargada de desesperación—. He venido a ti, dispuesta a entregarme por completo, desde la punta de los dedos hasta mi corazón… y tú me rechazas sin piedad. ¿Y todo por quién? ¿Por esa cortesana que se casó con Elizar? ¿Qué serás tú para ella? Digas lo que digas, tu hijo con ella siempre será un bastardo.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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