El secreto de la reina

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Anvar apretó los labios con fuerza. Milberga decía la verdad, y eso le daba ganas de destrozarlo todo a su alrededor, de incendiar el mundo entero y aullar a la luna como un lobo herido. La muchacha lo miraba con esperanza en sus ojos azules. Fríos, helados, demasiado severos: no mostraban ni una chispa de ternura. Sospechaba que aquella mujer no tenía la menor idea de lo que era el amor, y que por un trono sería capaz de cualquier cosa. Aprovechando el silencio del rey, deslizó los dedos hacia abajo, marcando la línea de apertura del chaleco.

—No me rechaces, Anvar. Tú mismo sabes que seré una digna reina, y tu Ayne ni siquiera sabe comportarse como es debido. Además, no es tuya, sino la esposa de tu hermano.

—Espero que eso sea solo temporal —Anvar apartó sus manos. La chica parecía provocarlo a propósito, presionando sus puntos más dolorosos y observando su reacción, como si pusiera a prueba los límites de su paciencia—. He tomado una decisión. No habrá boda. Mañana anunciaré la noticia en la corte. Piensa con quién deseas casarte. Estoy seguro de que encontrarás un pretendiente respetable.

—No necesito a nadie más que a ti. Te amo, y puedo darte un heredero más fuerte que Ayne —respondió con voz serena, casi sin emoción. Finalmente, Milberga dejó escapar un matiz de inquietud—. ¿Has pensado en las consecuencias? La corte no estará complacida con tu decisión. ¿Reconocerás como heredero al bastardo? ¿Y de quién? ¡De una mujer sin linaje, de dudosa reputación, casada con tu hermano! Oh, sí, hazlo. Las habladurías no cesarán durante años; tu reputación quedará destruida.

—No te preocupes por eso. No soy una jovencita debutante que necesite una reputación impecable. Ya he decidido y no pienso repetirlo. No habrá boda, Milberga.

La miraba con firmeza, sombrío, con furia contenida. De tal manera que a la joven no le quedaron ganas de discutir. Ella frunció los labios y giró la cabeza con gesto ofendido. Tras unos segundos de silencio, suspiró pesadamente.

—En fin, es tu decisión. Pero piensa con quién te casarás cuando yo ya esté casada, y tu adorada Ayne huya de ti a Dalmaría llevándose a tu hijo. Sé que ya lo ha hecho antes, así que no dudo que, en cuanto consiga lo que quiere, desaparecerá de tu vida. Te verás obligado a casarte con una duquesa de magia mediocre, y eso dejará una herencia muy cuestionable.

Hizo una ligera reverencia y, con la cabeza en alto, caminó hacia la salida. Sus pasos resonaron con orgullo hasta que abandonó los aposentos. Sus palabras, como veneno mortal, se infiltraron en su corazón y sembraron dudas. No, Ayne no haría eso, no lo traicionaría otra vez. Ella lo amaba de verdad. Lo había visto en sus ojos. Cuando lo miraba, sus pupilas brillaban con chispas de alegría; eso no se puede fingir.

A la mañana siguiente, Ayneria estaba sentada ante la mesa leyendo las líneas del contrato que debía firmar. Cuanto más leía, más se enfadaba. Parecía que Anvar la consideraba una idiota. El chirrido de la puerta interrumpió sus pensamientos, y el rey entró sin pedir permiso. Fingió no notar su ceño fruncido y exclamó alegremente:

—¿Cómo ha dormido mi pequeña?

—Habría dormido mejor si no intentaras engañar a su madre.

Anvar se detuvo junto a la mesa, con las manos en la cintura.

—¿Otra vez creyendo en chismes? ¿Qué se dice ahora?

—¿Quieres el territorio de Cimeria? Ni siquiera lo habíamos hablado. Esas tierras nunca pertenecieron a Ardonia. ¿Pensabas que firmaría sin leer o que renunciaría voluntariamente a esos territorios? Has actuado indignamente —dijo ella, furiosa, arrugando el contrato sin firmar y lanzándoselo al hombre—. ¡Ahí tienes tu Cimeria!

La bola de papel golpeó el pecho de Anvar, pero él ni se movió; observó cómo el papel caía al suelo y, sin miedo, se acercó a la joven. Le tomó las manos y la obligó a ponerse de pie.

—¿Sabes que estás preciosa cuando te enfadas?

—¿Y por eso decidiste provocarme? —su voz sonó más tranquila, y la rabia empezó a disiparse. Él llevó los delicados dedos a sus labios y los besó con ternura.

—No necesito el territorio de Cimeria. Lo incluí en el contrato a propósito, sabía que no lo firmarías. Solo quería ganar algo de tiempo para nosotros. No quiero que te vayas.

Anvar continuó besándole los dedos, y la muchacha se derretía bajo el calor de sus caricias. Un fuego dulce se encendió en su vientre, propagándose por todo su cuerpo. Ayneria sabía que no podría resistir mucho más aquella tensión. Tiró bruscamente de sus manos, liberándose del cautiverio deseado.

—Besas mis manos más tiempo del que permite la decencia. Tu prometida no aprobaría esto. Creí que ya lo habíamos dejado claro ayer.



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En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

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