El secreto de la reina

51

La joven negó con la cabeza y sonrió:

—Te amo infinitamente.

Anvar la besó de inmediato. Con hambre. Con fuerza. Como un viajero que por fin encuentra el oasis soñado en medio del desierto. Sus manos acariciaban su espalda, la acercaban con ternura, y ella, como una liebre asustada, se aferraba a él buscando refugio en sus cálidos brazos. Jadeando, con pequeñas pausas entre los besos, el hombre susurró su confesión:

—Te he echado tanto de menos… te extrañé cada día.

Un escalofrío recorrió la espalda de la muchacha. Ayneria se derretía entre sus brazos como una vela de cera, temiendo consumirse por completo. Con voz baja, casi avergonzada, expresó su temor:

—Anvar, si me estás engañando… nunca podré perdonártelo. No quiero pensar que decidiste casarte conmigo solo por mi embarazo.

—No pienses así —él notó la lágrima solitaria que la muchacha no había logrado contener y, con un gesto suave, la secó, borrando cualquier rastro de tristeza—. Tienes derecho a dudar, pero te demostraré la sinceridad de mis sentimientos, y lo haré cada día.

Como para reforzar su promesa, la besó de nuevo, fundiendo sus labios en un beso ardiente. Ayneria ya no se contuvo; respondió con deseo, con pasión, como si nunca pudiera saciarse de su amado. Sus manos exploraban su cuerpo, buscando colarse bajo la ropa que de pronto parecía un estorbo. Desde el pasillo se oían voces, y del exterior llegaba el relincho de los caballos, pero ninguno de los dos quería escuchar nada más.

Hasta que unos golpes en la puerta los obligaron a detener la pasión que crecía con cada segundo. Anvar se apartó a regañadientes, dio un paso hacia un lado —como para alejar la tentación— y permitió que entraran. En el umbral apareció Gustav.

—Disculpe, Su Majestad, los invitados que esperaba ya han llegado y lo aguardan.

—Bien, iré enseguida.

Gustav desapareció tras la puerta y Ayneria frunció el ceño.

—¿Qué invitados?

—Los embajadores de Varakia. Debo acompañarlos a las fábricas. Quieren inspeccionar el producto y, si todo sale bien, establecer relaciones comerciales con nosotros.

—Espero que también firmes una alianza para destruir Dalmaría.

—¿Cómo podría hacerlo? Ahora es tu reino, y jamás ofendería a la mujer que amo. No digas tonterías —sus labios rozaron su mejilla—. Volveré pronto y continuaremos nuestra conversación. Le pediré al escriba que venga a verte. Redactarás el tratado y yo lo firmaré sin leerlo.

—¿Sin leerlo? —Ayneria entrecerró los ojos con picardía—. ¿Y si quisiera anexar la mitad de tu reino a Dalmaría?

—Aceptaría sin dudarlo. De todos modos, cuando nos casemos será mío… igual que Flamaría será tuya. Serás reina no solo de Dalmaría, sino también de Flamaría.

Le dio un beso apresurado y salió de los aposentos. En el corazón de la joven se mezclaron la felicidad y la inquietud. Todo parecía demasiado perfecto para ser real. Todavía le costaba creer en aquel amor repentino, y las últimas palabras de Anvar la hacían reflexionar. En el fondo, aquello sonaba más a un matrimonio por conveniencia que a una historia de amor.

Ayneria decidió arriesgarse y confiar en él, pero sin bajar la guardia. Lo que más temía era la traición, porque sabía que, si él la engañaba, su corazón se rompería en mil pedazos.

El escriba llegó a los aposentos, y su visita logró apartarla un poco de sus pensamientos sombríos. El hombre anotaba con diligencia cada condición que la reina mencionaba. Ayneria dictó solo lo previamente acordado: ninguna nueva cesión de tierras ni pago de reparaciones, pues no habían sido ellos quienes iniciaron la guerra. El proceso tomó bastante tiempo y la muchacha se sintió agotada.

Renata le llevó una taza de té caliente, su remedio habitual contra las náuseas, que ya eran cosa de todos los días. El líquido marrón humeaba en la porcelana. La reina esperó a que se enfriara un poco y la acercó a los labios. Entonces percibió un olor extraño, apenas perceptible, y un dolor agudo le atravesó el vientre. Su mano se movió bruscamente, derramando el té sobre la mesa y empapando los documentos.

—Perdón, no sé cómo ha pasado —se apresuró a decir Ayneria—. Qué lástima… tanto trabajo perdido.

Se mordió el labio, angustiada. Anvar pensaría que lo había hecho a propósito. Renata sacó un paño de su bolsillo y se acercó al escritorio. Pero al mirar la superficie, sus ojos se abrieron con espanto; se tapó la boca con las manos y dejó caer el trapo al suelo. En su mirada se congeló el miedo.

Ayneria siguió su gesto y miró la mesa. La madera, antes perfectamente pulida, estaba ahora quemada, y de los papeles solo quedaba ceniza. El escriba alzó las manos, temeroso de siquiera tocar nada.

—Han intentado envenenarla, Su Alteza —exclamó con voz temblorosa—. ¡Esto es traición! —y señaló con el dedo a la sirvienta—. ¡Ella trajo el veneno!



#119 en Fantasía
#22 en Magia
#740 en Novela romántica

En el texto hay: romance, amor, embarazo

Editado: 06.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.