Aineria miró a Rebeca.
La mujer había palidecido; sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No fui yo, Su Alteza. ¡Jamás lo haría! Usted nos ayudó… le debo la vida.
La reina confiaba en su sirvienta. Recordaba muy bien cuando a ella misma la habían acusado de algo parecido, y no tenía intención de culpar a Rebeca, que en aquellas paredes solitarias se había vuelto casi de la familia.
Mientras tanto, el escriba llamó a los guardias:
—¡Miren! Intentaron asesinar a Su Alteza. La sirvienta le trajo veneno.
Rebeca sollozaba y negaba con la cabeza. Los guardias le sujetaron las manos y, en ese momento, Aineria pareció despertar de un sueño. El miedo, que se le había anudado en el pecho, empezó a disiparse.
—¡No la toquen! Estoy segura de que no es culpable. Dime, ¿quién preparó el té? ¿Acaso los catadores no lo probaron?
—Lo hice yo… personalmente. Después de la degustación, llevé el té directamente a usted —respondió la sirvienta, sonándose la nariz.
Los guardias no la tocaban, solo se mantenían cerca, observándola con atención, como chacales dispuestos a lanzarse en cualquier momento.
Aineria frunció el ceño.
—Piensa, Rebeca. ¿Cuándo podrían haber añadido el veneno? Si encontramos al verdadero culpable, podremos salvarte. De lo contrario, ni siquiera yo podré protegerte de la ira de Anvar.
—Tomé las hierbas y preparé el té —dijo la sirvienta entre sollozos, con la voz temblorosa y las palabras casi ininteligibles—. El agua la saqué del gran caldero de la cocina. La vertí en la tetera y se la di a probar al catador. Todo estaba bien. Entonces llevé la bebida a sus aposentos. Eso es todo. No entiendo nada… —la mujer se tapó el rostro con las manos, llorando.
En ese instante entró Gustav, y Rebeca tuvo que repetir lo sucedido. El hombre retiró la tapa de la tetera y olfateó el contenido.
—Se la entregaremos a Titus. Tal vez pueda determinar si realmente es veneno. Detengan a la sirvienta; es la principal sospechosa.
Aineria se levantó bruscamente, sintiendo un leve mareo. Extendió una mano en señal de advertencia.
—No es necesario. Estoy segura de que Rebeca no fue.
—Con todo respeto, Su Alteza, incluso los más leales pueden traicionar cuando se trata de asuntos personales. Dígame, ¿quién desearía su muerte?
—Cornelia… —el nombre de su antigua madrastra se escapó de sus labios, y la joven se llevó las manos al vientre. Sentía la necesidad de proteger lo más valioso que tenía.
Gustav asintió con seriedad:
—Supongo que Cornelia podría haber encontrado la manera de influir sobre su sirvienta. Chantaje, por ejemplo. Amenazar con la vida de su hija. ¿Aun así está segura de que no tiene nada que ver?
Aineria se quedó pensativa. Claro, una madre haría cualquier cosa por su hija. Pero en ese caso, Rebeca se lo habría contado. Al menos, eso quería creer.
—No me han amenazado —insistió la sirvienta—. De verdad, no sé nada más.
—Creo que será mejor ponerla bajo custodia —dijo Gustav—. Hay dos motivos para ello: primero, que realmente sea culpable; segundo, que el verdadero culpable piense que está fuera de sospecha, baje la guardia y cometa un error. No se preocupe, Su Alteza. El responsable será castigado.
Aineria apretó los labios. No quería encarcelar a una mujer que se había convertido casi en su amiga, pero comprendía que era lo más sensato. Asintió despacio.
—Está bien. Pero prohíbo que la torturen. Denle una habitación aparte, simplemente enciérrenla allí. No quiero que la lleven a una mazmorra.
Editado: 06.11.2025