Habían pasado tres años.
Aynéria sonrió al sol de la mañana que se asomaba por la ventana. Caminaba con paso firme por el pasillo, y el taconeo de sus zapatos resonaba contra las altas paredes. Un lacayo abrió la puerta del despacho, y la mujer entró con aire majestuoso.
Anvar estaba sentado tras el escritorio, firmando documentos con esmero. Concentrado y serio, era así como más le gustaba. Al verla, dejó la pluma a un lado y sonrió:
—Amor mío, te he echado de menos.
—Quizá no lo habrías hecho si me hubieras esperado a que despertara —Aynéria hizo un mohín, fingiendo enfado. Aquella mañana, al abrir los ojos, había encontrado a su lado solo el hueco frío y arrugado de las sábanas.
Anvar extendió los brazos hacia ella.
—No te enojes. Antes de partir tenía muchos asuntos que resolver. No quería despertarte.
Ella entrelazó sus dedos con los de él, se inclinó y lo besó en los labios. Llevaban casi tres años casados, y aun así, cada beso seguía haciéndole vibrar el corazón.
Aynéria había conseguido anular su matrimonio con Elizar. Anvar, tal como había prometido, se casó con ella, y juntos tuvieron un hijo. La mujer se sentía una esposa amada y una madre feliz.
Separándose apenas de sus labios, lanzó una mirada a los documentos sobre la mesa.
—¿Estás seguro de querer dejar a Elizar como regente durante tu ausencia?
—Completamente. Ya no tiene magia, así que no representa peligro alguno. Además, Gustav lo vigilará y me informará de cada uno de sus pasos. Mi hermano lo sabe, por eso no creo que se atreva a urdir intrigas.
Elizar había pasado dos años en prisión. Su poder había pasado al hijo de Anvar, Tobias. Aún en el vientre materno, el niño había absorbido la magia de su tío y ahora la dominaba con soltura. El rey no se había equivocado: el niño tenía el don de absorber la magia ajena.
Elizar vivía ahora en una finca apartada y solo de vez en cuando visitaba el palacio. Anvar lo había perdonado, pero aún no confiaba en él. Su próxima partida era una forma de poner a prueba la lealtad de su hermano.
Durante medio año, la familia real residía en Flamaría, y los otros seis meses en Dalmaría. Como los inviernos eran más cálidos allí, ahora se preparaban para viajar a la capital de Dalmaría. Cada uno gobernaba su propio reino, aunque ambos eran considerados soberanos de los dos territorios.
Aynéria apretó las manos de su esposo, y él se levantó. La abrazó con fuerza, rodeándola con el calor de su cuerpo. Ella hundió el rostro en su pecho, escuchando el frenético ritmo de su corazón.
—Hiciste bien en darle a Elizar una segunda oportunidad —susurró.
—Solo temo que no sepa aprovecharla.
—Lo hará —respondió con suavidad—. Creo en él.
Aynéria se separó un poco y lo besó en los labios, un beso embriagador, lleno de amor y esperanza.
Editado: 06.11.2025