—¡Leonardo, no puedo seguir así! Quiero un hijo, y necesito que vayamos a una revisión médica. No soy yo la que tiene el problema.
—¿Y qué te hace pensar que yo tengo que hacer algo? Eres tú la que no puede quedarse embarazada. ¡Eres la única culpable de esta situación!
—¡Eso no es cierto! Ni siquiera intentas entenderme. Ya ni siquiera me tocas y ahora me echas la culpa de todo.
—¡Porque no hay nada que tocar! ¿Qué quieres que haga? ¿Qué me haga cargo de tus caprichos?
—No son caprichos, son deseos. Estoy desesperada por ser madre, pero tú solo te preocupas por tu ego.
—¿Desesperada? ¿Y qué has hecho para cambiarlo? Solo hablas y hablas, pero no haces nada.
—¡Porque no tengo a nadie que me apoye! Solo quiero que me escuches y me entiendas.
—Escuchar es lo último que quiero hacer. Eres una doctora, ¿por qué no puedes arreglar esto tú sola?
—No puedo hacerlo sola y no debería tener que hacerlo. Necesito un compañero, no un enemigo.
Leonardo salió de la casa con una furia contenida, como un alma que lleva el diablo, dejando tras de sí un eco de palabras hirientes que resonaban en la mente de Natalia. La confusión y el dolor se entrelazaban en su pecho, como una serpiente que se muerde la cola, recordándole los cinco años de un calvario que parecía no tener fin. Cada día era una carga, una cruz que llevaba a cuestas, y, aunque su corazón clamaba por libertad, había un obstáculo formidable: su padre, el poderoso Andrés De la Vega. Él, con su egoísmo y machismo, había convertido el matrimonio de su hija en una prisión dorada, donde las apariencias eran más importantes que la felicidad. Andrés veía el sufrimiento de Natalia como algo natural, un legado que había heredado de su propia madre, a quien había sometido a un tormento similar. En su mente, el divorcio era un escándalo que debía evitarse a toda costa y, así, Natalia se encontraba atrapada en un ciclo de dolor, deseando con desesperación romper las cadenas que la mantenían unida a un hombre que no la amaba y a un padre que no la entendía. ¿Podría encontrar la fuerza para luchar por su libertad o seguiría siendo una prisionera de su propia vida?
*****
Natalia empujó la puerta del bar y el sonido del bullicio y la música la envolvió como un abrazo cálido. La tenue luz iluminaba las caras sonrientes de los clientes, pero ella solo sentía un nudo en el estómago. Se sentó en la barra y pidió un gin tonic, mientras su mente divagaba entre los recuerdos de risas compartidas con Grace y las sombras de las traiciones de Leonardo. «¿Por qué siempre tiene que ser así?», murmuró para sí, mientras sentía cómo las lágrimas amenazaban con brotar. Justo en ese momento, su teléfono vibró. Era Grace.
—¡Natalia! —exclamó su amiga al otro lado de la línea. —Lo siento, pero me retrasé. ¿Puedes esperar un poco más?
Natalia frunció el ceño, con la frustración burbujeando en su interior.
—No sé si podré, Grace. Necesito hablar, y no sé si tengo fuerzas para hacerlo sola.
—Lo siento, de verdad. Pero, ¿por qué no te tomas algo y te relajas un poco? Te prometo que llegaré pronto.
—Está bien —respondió Natalia, tratando de ocultar su decepción. —Solo espero que no tardes mucho.
Colgó y miró su bebida, cuyo hielo tintineaba como un eco de su desasosiego. «Quizás un trago más me ayude a olvidar», pensó, mientras levantaba el vaso y brindaba con su reflejo en el espejo detrás de la barra. «Por ti, Leonardo, y por el amor que se me escapa entre los dedos».
Natalia estaba sumida en sus pensamientos cuando, de repente, un hombre alto y apuesto se acercó a ella. Su piel morena brillaba bajo la tenue luz del bar y su sonrisa era tan cautivadora que hizo que Natalia se sintiera un poco más viva.
—¿Te importa si me uno a ti? —preguntó él, con un aire de picardía en su mirada. —No puedo dejar que una belleza como tú esté sola en un lugar así.
Natalia levantó la vista, intentando mantener su distancia emocional.
—No estoy buscando compañía, gracias —respondió, aunque su voz sonó menos firme de lo que esperaba.
—Vamos, solo un trago. Prometo que no soy un tipo raro, solo un amante de las buenas conversaciones —insistió, acercándose un poco más, y su tono juguetón desafiaba su resistencia.
Ella dudó, sintiendo una chispa de curiosidad.
—¿Y qué te hace pensar que tengo ganas de hablar contigo?
—Porque, a pesar de la tristeza que hay en tus ojos, hay una luz que me dice que tienes historias que contar. Y yo, por mi parte, tengo un par de chistes que podrían hacerte reír —dijo, guiñándole un ojo.
Natalia no pudo evitar sonreír ante su descaro.
—Está bien, un trago. Pero solo uno —accedió, sintiendo que tal vez un poco de diversión no le haría daño.
—Perfecto —dijo él, levantando la mano para llamar al camarero. —Un gin tonic para la dama y para mí, un whisky. Por cierto, soy Sebastián. ¿Y tú?
—Natalia —respondió, sintiendo que la conversación comenzaba a despejar un poco la tormenta que tenía en su interior.
—Natalia... un nombre tan hermoso como su dueña. ¿Qué te trae a este bar? ¿Un corazón roto o simplemente la necesidad de un buen trago? —preguntó, con una sonrisa que prometía más que solo palabras.