«Cometí el pecado de enamorarme del hombre prohibido. No importa cuán intento olvidarlo, su aroma esta empergada en mi alma.»
A diferencia de su hermana menor, Fabiola —de nombre español, debido que fue concebida en las tierras españolas durante la estancia de luna de miel de sus padres—, era una ingenua romántica que creía que la vida era alegría y felicidad cuando, en realidad, era perversa.
Mientras tanto, Minerva era lo suficiente sensata y madura como para no creerse dichos cuentos de hada. Tal vez sus padres tuvieron un matrimonio feliz pero no significaba que todos fueran así. Según lo que le había comentado una amiga suya que acababa de enviudarse era un alivio que el conde de Stanford hubiera muerto. Lady Claire fue maltratada por su esposo —mayor que ella por quince años—, desde la primera noche. Y cuando dio luz a una niña, no el heredero que tanto anhelaba, la encerró en su habitación durante semanas. Sin comida. Sin poder hacer sus necesidades. Y en ese mismo instante se dio cuenta de la realidad. Vivían en un mundo donde los hombres eran los jefes y las mujeres simplemente unas esclavas cuya función era engendrar la siguiente generación. Minerva se prometió buscar al pretendiente ideal. Uno que supiese apreciarla y respetarla como la joya que era. No buscaba amor, simplemente quería un hombre fiel. Quién no la engañase con amantes mientras ésta buscaba amor en amantes jóvenes. Sería un infausto destino.
Minerva estaba en su cuatro, tapada con la suave y calurosa tela de la manta del algodón. Estaba temblando de frío. Este día en concreto estaba nevando sin cesar. Le encantaba la nieve, pasear sintiendo su frágil tacto al caminar, acompañada de sus dos hermanas mayores mientras su hermana menor se encontrara adentro, quejándose del frío.
Soltó un suspiro, cerrando de golpe el libro. Ya no quería seguir leyendo. Así que, se puso de pie mientras dejaba el libro en la pequeña mesilla que tenía a lado de su cama.
Se dirigió hacia su tocador. Era enorme. Demasiado para ella. Pero le encantaba su diseño. La forma de la madera era tan artística que la hacía cerrar sus ojos, imaginarse un mundo mejor.
Una extraña sensación pero inolvidable.
Se sentó en el alargado sillón. Esbozó una sonrisa cuando vio su reflejo en el espejo. Era hermosa. Pero no tanto para ser la flor nata de la sociedad. Aunque le daba poca importancia a eso.
Lo que de verdad importaba era que estuviera segura de sí misma. Y lo estaba.
Estaba agradecida con su vida. Tuvo una infancia jovial y feliz. Tenía una familia que la querían. Su primera presentación había estado bien. No tuvo bastantes pretendientes pero no le preocupaba harto eso. Aún tenía diecinueve años y sabía con certeza que sus padres no tenían demasiada prisa para casarla. Según ellos, debía utilizar su cerebro no su corazón para hallar el hombre ideal. Además, conoció buenas migas, quiénes todas estaban casadas. Lo cuál era todo un beneficio para ella, donde había sido posible satisfacer su curiosidad.
Con elegantes movimientos de mano, comenzó a peinar delicadamente su dorada caballera con el peine que le había regalado su hermana mayor, Danielle —era la mayor. A pesar de tener casi veintisiete años, aún no se había casado. Con su pelo negro, esos ojos marrones y una altura demasiada alta para ser mujer, no había sido el agrado para ningún hombre. Pero Minerva tenía la fe de que su hermana encontrara algún hombre que la aceptara tal como era—, en navidad.
No sabía porque pero quería estar presentable para la cena de hoy.
Era como si algo iba a cambiar para siempre.
La puerta de su cuarto se abrió, entrando en ella su doncella y algunas sirvientes.
—Señorita, vuestra madre me indicó que esta noche debes estar presentable debido que vendrán gente de suma importancia —comunicó Ellie.
Minerva siempre seguía su impulso dado que siempre lo que presentía se cumplía.
Dejó el peine en el tocador. Luego, dio una vuelta mirándolas con una sonrisa.
—Entonces, mano a obra —repuso sonriente.
Ellie mandó a las sirvientes que trajeran agua caliente para el baño de su señorita. Éstas salieron del aposento de Minerva para cumplir con el mandato.
Mientras tanto, Ellie ayudaba a Minerva a elegir el vestido perfecto para esta noche.
La doncella le encantaba trabajar para sus señoritas. Eran tan simpáticas y buenas que no comprendían porque no eran la nata flor de la sociedad. Pero tenía fe de que todas ellas se casarán con un buen hombre. Se lo merecían.
—Entonces este vestido me quedará bien, ¿no, Ellie?
Ésta se quedó contemplando detenidamente el vestido color crema con una textura floral de color azul celeste. Era sencillo pero bonito. Con la pálida y suave piel de Minerva, le quedará bastante bien.
—Sí, señorita —asintió curvando sus labios en una sonrisa tenue.
—Entonces está todo decidido.
Las sirvientes regresaron al aposento con varios tarros de agua caliente.
Cerró sus ojos cuando el aroma de lavanda invadió sus fosas nasales. Minerva con la ayuda de su doncella se sumergió en esa amplia bañera.