El secreto de una noche

2

Tal vez debería salir corriendo de aquí, pero el sueldo es demasiado bueno como para renunciar voluntariamente a este trabajo. En mi corazón aún vive la esperanza de que no me haya reconocido. Al fin y al cabo, aquello fue hace tiempo, y ahora llevo el pelo teñido de oscuro, mientras que entonces tenía mechas rojizas.

Él baja la vista y hojea mi currículum en silencio. La tensión me oprime. Mantengo las manos sobre las rodillas para que no tiemblen.

—Tiene buenas recomendaciones —al fin dice, sin levantar la mirada—. ¿Por qué dejó su empleo anterior?

—Cerraron la empresa —miento con seguridad.

Ruslán asiente, pero me parece que sabe la verdadera razón y que conoce toda la amarga verdad de la que no quiero hablar.

—¿En la entrevista anterior le explicaron sus funciones? Recibí comentarios muy positivos sobre usted por parte del jefe de recursos humanos.

—Sí, lo hablamos todo. El puesto me parece adecuado.

De pronto alza la cabeza y su mirada se cruza con la mía. Sus ojos oscuros me observan con interés. Son hipnóticos, me arrastran a un abismo profundo de sombras.

—¿Siempre está tan nerviosa?

—No estoy nerviosa —intento aparentar tranquilidad.

—¿Ah, no? —sus labios se curvan en una sonrisa apenas perceptible.

Aprieto los míos, decido no reaccionar. Él deja los papeles sobre la mesa, se recuesta en el respaldo y empieza a observarme. No con simple curiosidad, sino como si quisiera descubrir algo en mí. Algo que debería recordar.

Mi corazón golpea con fuerza bajo las costillas, pero aguanto su mirada. El silencio entre nosotros se hace más denso. Aprieto las manos sobre mis rodillas, insegura de si realmente es él. Su rostro no delata emoción alguna, pero sus ojos brillan.

—Está contratada —declara con voz neutra.

—¿Qué? —no doy crédito a mis oídos.

—Enhorabuena. Es mi nueva asistente personal.

Me parece extraño. Ni siquiera le hablé de mi experiencia, no respondió a preguntas que nunca me hizo. Nerviosa, retuerzo los dedos:

—Pero… si ni siquiera me preguntó nada.

—Me basta con lo que veo —coge un bolígrafo, firma unos documentos—. Empieza mañana. La espero a las nueve en punto. Ahora pase por recursos humanos, la darán de alta.

Estoy desconcertada. No estoy segura de que sea él. Se comporta como si nunca nos hubiéramos visto. ¿O simplemente quiere tenerme cerca para comprobar si recuerdo algo?

No me muevo. Debería preguntarle por qué tomó la decisión tan deprisa.

Ruslán se levanta. Toma su taza de café, da un sorbo. En ese instante me pongo de pie también, rozo la mesa y el líquido caliente se derrama sobre su pecho. Café. El negro chorro mancha la blanca camisa. El aire se impregna de aroma a granos tostados, y todo eso… sobre él.

—¡Dios mío! —abro mi bolso buscando servilletas—. Lo siento, no quería… ha sido un accidente.

Las saco, pero no me atrevo a limpiar la mancha extendida por la tela. Sé que las servilletas no servirán de nada. Temo su reacción. Imaginaba que me despedazaría como una fiera furiosa. Para mi sorpresa, Ruslán hace un gesto indiferente con la mano.

—No pasa nada —en su voz me parece percibir un dejo de risa.

—Tome, aquí tiene —le ofrezco una servilleta.

—¿Y qué se supone que debo hacer con esto? —arquea una ceja.

—Puede intentar secar la mancha… —balbuceo, insegura.

—Entonces inténtelo usted —su tono tiene un matiz burlón.

Me acerco y, con la mano temblorosa, toco la mancha. Froto, pero no sirve de nada. Bajo mis dedos siento sus músculos firmes, el latido acelerado de su corazón y su respiración densa. La ansiedad me retuerce las entrañas.

Él atrapa mi mano y me obliga a detenerme.

—¡Basta! Solo lo empeora.

Avergonzada, bajo la cabeza y retrocedo un paso. Ruslán empieza a desabrocharse la camisa. El primer botón. El segundo. El tercero. El calor me invade de golpe. Me quedo inmóvil, observando cómo la tela blanca resbala por sus hombros, revelando un torso trabajado. Intento apartar la vista, pero no puedo.

Mi jefe está medio desnudo frente a mí, y de pronto me falta el aire. En sus brazos musculosos asoma un tatuaje, en su abdomen se marcan los cuadrados de su vientre, y desde el ombligo desciende una fina línea de vello que se pierde bajo el pantalón.

No debería mirarlo así. Mi lengua humedece automáticamente mis labios secos. Él nota mi mirada hambrienta.

—¿Ocurre algo? —sus labios se arquean en una sonrisa apenas perceptible.

—Usted… ahora mismo… —me trabo, tratando desesperadamente de ordenar mis pensamientos. Avergonzada, aparto la vista—. Supongo que ahora me va a despedir.

—No. Ahora tiene su primera tarea —Ruslán me tiende la camisa manchada—. Llévela a la tintorería.

Casi hechizada, aprieto la tela entre mis manos. Él se dirige al armario, saca una camisa limpia y se la pone con naturalidad, como si estuviera acostumbrado a estas situaciones. Se abrocha los puños. Yo tomo mi bolso y, sin dejar de mirarlo, retrocedo hacia la puerta.

—Perdón otra vez. No quise causarle molestias.

Salgo del despacho con su camisa en las manos. Una sensación extraña me envuelve. La acerco a mi rostro. No huele solo a café. A través del amargor se filtra un aroma que me provoca algo parecido a un flashback.

Solo un instante. Un fragmento. Oscuridad. Hielo en un vaso. Una voz.

Miro la camisa entre mis manos. Y comprendo que mi pasado no ha desaparecido.

No sé qué deseo más: sabotear esta entrevista y huir, o recoger mis documentos y romperlos en su cara. Soy una mujer adulta, necesito este trabajo, y nadie —ni siquiera él— va a hacerme perder el control.

Incluso si aquel desconocido del bar seis años atrás era Ruslán, el tiempo ha pasado. Un hombre como él ya debería haber perdido el interés. Aunque aquella noche buscaba algo, exigía a Rita un objeto… y ahora no ha mencionado nada.

Quizá no era él. O quizá no me ha reconocido.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.