Casi me dejo caer en la silla por lo que acabo de oír. ¿Por qué demonios a mi jefe le interesa mi hijo? Hay algo en su voz que me pone en guardia.
—Está bien —respondo con sequedad.
Ruslán asiente, pero no aparta la mirada. Entrecierra los ojos con sospecha.
—¿Cinco años?
—Sí —aprieto los dedos en un puño para controlar el nerviosismo.
—Una buena edad.
De nuevo, una pausa. El silencio entre nosotros se espesa, como la niebla antes de una tormenta. Yo esperaba recibir instrucciones, y en cambio me encuentro hablando de mi vida. Quiero creer que es simple curiosidad, preguntas que ayer quedaron sin formular.
—¿Dónde trabaja su marido? —suena como un trueno. Me encojo de hombros:
—No tengo marido. Estamos divorciados.
—Así que está sola. Con un niño. —En su voz suena casi como una sentencia. Asiento.
—Sí.
—¿Hace mucho que se divorciaron?
No entiendo por qué se interesa en lo personal. Me incomoda, pero trato de no mostrarlo.
—Dos años —confieso.
Espero la siguiente pregunta. Pero Ruslán calla. Me observa descaradamente, como si pudiera ver a través de la ropa. Me siento incómoda, desnuda ante él. No resisto más y soy yo quien aparta la mirada primero. Entonces él desliza hacia mí una libreta.
—Revise mi agenda. La necesito conmigo en las reuniones. No es nada complicado: tomará notas y, si es necesario, cumplirá con pequeños encargos.
Repaso las páginas rápidamente. En una hora tiene cita con un posible socio y debo estar presente. Él trabaja, revisa documentos; yo anoto lo esencial, le paso los papeles cuando los pide. Todo claro, formal, sin preguntas personales, como debería ser.
El reloj marca casi las once. Eso significa que la reunión con el socio está a punto de comenzar.
—¿Lista? —pregunta Ruslán, levantando la mirada.
—Sí.
—Ya veremos. —Sonríe apenas, como si escondiera un plan.
No hago caso del matiz en sus palabras; abro la libreta y me concentro. La reunión comienza en cinco minutos y no tengo idea de quién entrará por esa puerta. Pero no importa: yo solo debo cumplir con mi trabajo.
Cuando la puerta se abre, el aire en el despacho se vuelve denso. No levanto la cabeza de inmediato. Solo percibo a Ruslán recostándose en su sillón, apoyando los brazos en los reposabrazos: relajado, seguro. Finalmente miro al hombre que entra. Mi corazón se detiene.
Ígor. Mi exmarido. El hombre con el que compartí varios años de matrimonio y con quien crié a mi hijo.
Nuestras miradas se cruzan. Su rostro cambia en un segundo: shock, desconcierto. Veo cómo se le corta la respiración. En ese mismo instante, Ruslán señala la silla con calma:
—¡Ígor! Pasa. No te quedes en la puerta.
Clavo mis ojos en mi jefe. Él permanece tranquilo, como un depredador que observa a su presa. Ígor avanza, pero no aparta la vista de mí.
—Sofía… —su voz suena ronca—. ¿Eres tú?
—Veo que se conocen. Sofía trabaja aquí —responde Ruslán por mí.
Me cuesta respirar, la boca se me seca. Ígor reacciona al fin: su rostro se endurece.
—¿Trabajas con él? —pregunta, sin razón aparente. Entra y se sienta.
—Sí —asiento.
Ruslán guarda silencio, observando.
—No sabía que habías conseguido trabajo. Y menos aquí. Una casualidad, ¿verdad? —Ígor sonríe, pero sus ojos no muestran alegría.
—Oh, yo no creo en casualidades —interviene Ruslán—. ¿De qué se conocen?
Frunzo el ceño y callo. Empiezo a sospechar que Ruslán sabe demasiado de mi familia. Ígor tampoco se apresura a contestar. Entrelaza los dedos y los apoya sobre la mesa.
—Hace tiempo que nos conocemos.
—¿Y qué tan cercanos? —Ruslán se inclina hacia delante. Da la impresión de que ya conoce la verdad. Ígor suelta una breve risa.
—Muy cercanos.
—Estuvimos casados. Ígor es mi exmarido —no resisto más y aclaro yo misma.
La tensión en la sala se vuelve espesa. Puedo sentir un juego invisible entre los dos hombres. No sé qué pretenden demostrar, pero hay algo más que simple negocio en esta confrontación.
Intento disipar la atmósfera; abro la libreta de forma ostentosa y digo:
—Pasemos al asunto, que no estamos aquí para hablar de mi vida privada.