Ruslán asiente, como si estuviera de acuerdo. Pero cuando gira la cabeza hacia Ígor, en sus ojos brilla la satisfacción. Es como si le lanzara un desafío:
—Bien, empecemos.
La reunión continúa y yo lucho por mantener la compostura. Tomo notas, registro los acuerdos sobre las condiciones, pero siento que cada palabra significa mucho más que negocios. Ruslán e Ígor hablan en frases cortas, precisas. Pero las entonaciones… cada una es un golpe bajo.
—Usted quiere obtener ventaja —afirma Ígor—, pero no voy a permitirle controlar la situación.
—Yo ya controlo la situación —responde Ruslán, llevando la taza de café a los labios.
Dejo de escribir. Ígor se tensa.
—¿Y tú qué piensas? —de repente me interpela.
—¿De qué? —no entiendo la pregunta.
—De todo este acuerdo —Ígor me mira directo a los ojos.
Intento respirar hondo. Siento la mirada de Ruslán sobre mí. Ambos esperan. No quiero convertirme en parte de su extraño juego.
—Creo que deberían discutirlo entre ustedes —respondo con cautela.
Ígor sonríe, pero en sus ojos hay hielo.
—Claro. Ya no eres mi esposa, ¿verdad?
Aprieto la libreta entre las manos. Es como si me reprochara, aunque fue por él que nos separamos. Ruslán se frota las palmas con calma:
—Creo que podemos darlo por concluido.
Ígor recoge los documentos lentamente, se pone de pie. Su mirada vuelve a recorrerme.
—Es extraño verte aquí.
—Igual de extraño que encontrarte —respondo con voz firme, pese a la tensión.
Ígor asiente, pero antes de salir se detiene y se vuelve hacia Ruslán.
—¿Se conocen desde hace mucho?
—Lo suficiente —Ruslán lo mira con arrogancia, sin siquiera parpadear.
—Parece que hay muchas cosas que desconozco.
Un escalofrío me recorre la espalda. Ruslán sonríe apenas, como celebrando una victoria:
—Suele pasar.
Ígor se marcha. La puerta se cierra. Me falta el aire. Siento cómo la rabia hierve dentro de mí. Ruslán me observa en silencio. ¿Me contrató solo para molestar a mi exmarido? No entiendo cómo lo supo. Las palabras me salen como un reproche:
—Usted jugó conmigo.
—¿Yo? —alza una ceja, fingiendo sorpresa.
—Sabía que era mi exmarido —ya no pregunto, afirmo. Aprieto los puños de rabia. Ruslán me desarma con una sola palabra:
—Sí.
—¿Para qué organizó esta reunión? ¿Esperaba que nos lanzáramos uno contra el otro?
Mi corazón late con fuerza contra el pecho. Ruslán se levanta despacio. El corte impecable de su traje, la naturalidad de sus movimientos, lo hacen ver aún más seguro. Yo también me pongo de pie, de golpe, rígida, para que no parezca que él tiene el control.
Da un solo paso hacia mí y la distancia se desvanece. Quiero retroceder, pero tropiezo con el borde de la mesa. Ruslán se inclina; no me toca, pero su aliento roza apenas mi cuello.
—Porque me interesas.
—¿Qué exactamente?
Se detiene justo delante de mí. Su confesión me deja sin suelo:
—Tú.
En ese instante el mundo se tambalea bajo mis pies. Apenas logro mantenerme en pie. Le intereso… ¿pero como quién? ¿Como aquella mujer que conoció en un bar seis años atrás, o como la exesposa de su socio? No me atrevo a preguntarlo directamente. Aún dudo de que aquel hombre en el bar fuera realmente él. Entrecierro los ojos con desconfianza, intentando no mostrar miedo:
—¿Me está utilizando en sus juegos de negocios?
Sus labios se curvan levemente.
—¿Y acaso te necesito para mis negocios, Sofía?
“Tú”. Es la primera vez que me tutea. Debería decir algo cortante, poner límites. Pero se inclina hacia delante, apoyando una mano sobre la mesa. Demasiado cerca. Invasivo. Juega conmigo, acortando aún más la distancia.
—¿O quizá solo me interesa ver cómo reaccionas?
De nuevo ese “tú”. En su boca suena demasiado íntimo. Aprieto con nerviosismo el bolígrafo en la mano.
—No soy un conejillo de indias, Ruslán —hago una pausa breve y añado con frialdad—: Anatólievich.
—Yo tampoco lo creo.
Se inclina todavía más. Su mano roza la mía sin querer. Un escalofrío eléctrico me recorre la piel. Parece divertirse conmigo, pero decido ponerle fin. Frunzo el ceño con rabia:
—Diga la verdad, ¿por qué me contrató?