El secreto de una noche

7

Tomo el cuaderno en mis manos y salgo del despacho. Paso una hora trabajando con esmero, pero mis pensamientos vuelven una y otra vez a Ruslán.
¿Qué sabe él?
Si dijo: «Así es más fácil», quizá se alegra de que no recuerde aquella noche. Y yo, en realidad, no la recuerdo. Así que será mejor no mencionarla.

Mi teléfono suena con una melodía conocida. En la pantalla aparece el nombre “Ígor” y, sin querer, frunzo el ceño. No tengo ningún deseo de escucharlo. Hoy ya he tenido demasiado de mi ex. Si no fuera por Maxim, ni siquiera me comunicaría con él.

Contesto a regañadientes y escucho su voz severa:

—Tenemos que hablar.

—Habla.

—No por teléfono. Te esperaré a las dieciocho en la cafetería frente a tu trabajo.

No quiero volver a verlo. Cada vez que lo hago, las viejas heridas se abren de nuevo. Me niego de inmediato:

—No tengo tiempo para eso. Tengo que recoger a Maxim del jardín.

—Será rápido. Es importante.

—Si es importante, dilo ya —insisto con firmeza, esperando que la reunión no ocurra.

—No lo entiendes. Es una conversación confidencial, pero si no vienes, tendré que ir a tu trabajo. No quiero que Maxim lo escuche.

En dos años, Ígor nunca quiso hablar conmigo. Nuestras conversaciones se reducían a lo mínimo y solo sobre el niño. Es extraño que de pronto tenga esa necesidad. Debe de haber pasado algo serio. No deseo esta cita, pero no me deja opción. Acepto de mala gana:

—Está bien, pero rápido.

La ansiedad me oprime el pecho y espero la tarde con tensión. Camino hacia la cafetería. Ígor aún no ha llegado. Me siento en una mesa y pido un té con pastel. El camarero trae el pedido y, por fin, Ígor entra en la sala. Se sienta frente a mí y, sin mirar la carta, pide un café. Nervioso, ajusta las mangas de su camisa:

—¿Cómo está Maxim?

Su pregunta me sorprende. Claramente no ha venido solo a interesarse por su hijo. Bebo un sorbo de té caliente y me quemo un poco la lengua.

—Bien.

Ígor asiente, pero en sus ojos hay una tensión extraña. El camarero le lleva el café. Él lo revuelve con la cucharilla, aunque ni siquiera mira la taza.

—¿Tienes a alguien?

Su pregunta me clava al suelo con clavos invisibles. En dos años jamás se interesó por mi vida personal, mientras él organizaba la suya sin problema. No entiendo qué ha cambiado. Sonrío sin alegría.

—¿Me citaste para esto?

—Te lo pregunté porque quiero saber la verdad —su voz suena demasiado tranquila.

—A ti no te importaba la verdad cuando tú… —me detengo bruscamente.

No ahora. Contengo los recuerdos dolorosos. No permitiré que esta conversación se convierta en un ajuste de cuentas. Ígor se tensa.

—¿Tiene que ver con tu jefe?

—¿Qué? —casi dejo caer la taza de las manos.

—Ruslán Levchenko —pronuncia su nombre a propósito.

—Es mi jefe.

—Sofía —Ígor apoya las manos sobre la mesa—, lo vi. Vi cómo te mira.

Me quedo inmóvil. A mí misma me gustaría saber cómo me miraba Ruslán. Dudo que Ígor me esté celando. Tal vez su interés esté ligado a los negocios. No pienso confesarle nada: en estos dos años ni siquiera he salido en una cita. Que piense lo que quiera. Niego con la cabeza:

—No sabes nada.

—Puede ser que no, pero lo sospecho.

Sus conjeturas equivocadas me parecen hasta cómicas, pero procuro no mostrarlo. El silencio se espesa entre nosotros.

—¿Es algo serio? —su voz suena serena.

Pero lo conozco. Veo la tensión detrás. Esa mezcla de ira y celos me obliga a responder con más dureza de lo que planeaba.

—¿Y por qué te importa?

—Porque eres la madre de mi hijo —dice con firmeza.

—¿Y qué? ¿Acaso no tengo derecho a una vida personal? Eso no es asunto tuyo.

Guarda silencio. Espero alguna objeción, pero Ígor solo sacude la cabeza.

—¿Estás segura de que solo es trabajo?

—¿Y tú estás seguro de que tienes derecho a preguntar? —Lo miro directamente a los ojos. Intento comprender la verdadera razón de su interés. Sus ojos arden de rabia.

—Sofía, no tienes idea en qué te estás metiendo.

—¿En qué? —alzo las cejas con gesto interrogante.

—Levchenko no es un hombre con el que debas tener una relación.

—¿Y tú eres el hombre al que debo creer?

Él se queda quieto. Se muerde el labio con nerviosismo, como si tomara una decisión. Finalmente, exhala con pesadez:

—Sofía, quiero que volvamos a empezar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.