El secreto de una noche

13

A la mañana siguiente dejo a mi hijo en la guardería y me dirijo al trabajo. Entro en la oficina esperando que todo sea como antes. Me mantengo distante del hombre y con mi actitud dejo claro que en el restaurante no hubo ninguna conversación. Él acepta mi juego y vuelve a su habitual estilo frío de liderazgo. Solo hablamos de trabajo. Ni insinuaciones ni coqueteo.

Así pasan varios días y empiezo a tranquilizarme. Quizás fue un error enviar mi currículum a otras empresas; al final, parece que sí puedo trabajar con Levchenko. Pero hoy está diferente. Enojado. Ha estado ladrando órdenes en la oficina todo el día y está claramente de mal humor. Demasiado irritable, y yo trato de no cruzarme en su camino. Sin embargo, es Ruslán quien me busca.

Me da muchas tareas y me ordena terminarlas hoy mismo. No consigo acabar con todo antes de la tarde. Los empleados ya se marchan, cuando él me deja helada:

—Necesita quedarse unas horas más, Sofía. Es urgente, todo debe estar listo para mañana.

Desaparece en su despacho sin darme la menor oportunidad de replicar o negarme. Su voz sigue resonando en mi cabeza: fría, serena, categórica. Como si estuviera acostumbrado a que sus decisiones no se discutan.

Pero yo no puedo simplemente quedarme. Tengo que recoger a mi hijo y luego buscar a alguien que lo cuide. Solo que no hay nadie. Vika está ocupada, no tengo niñera, y tampoco puedo arriesgar mi trabajo, sobre todo en periodo de prueba.

Queda una única opción. Recojo a Max de la guardería y vuelvo con él a la oficina.

En cuanto cruza el umbral de la recepción, donde está mi escritorio, pregunta con entusiasmo:

—Mamá, ¿se puede correr aquí?

Max abre mucho los ojos, fascinado con las paredes de cristal y los muebles caros. Lo tomo de la mano.

—No, cielo, aquí trabajan los adultos. Sé educado, ¿de acuerdo?

—¿Y tu jefe es muy estricto?

Casi suelto una risa irónica.

—Mucho.

Max asiente serio, como si le hubieran confiado una misión importante. Lo llevo hasta el sofá, le pongo la tableta junto a la mesa y le enciendo los dibujos animados.

—Quédate aquí, no tardaré.

Él asiente, pero ya sé que es una trampa. Siempre promete quedarse quieto, y a los pocos minutos busca aventuras.

De pronto siento una presencia detrás de mí. Me giro y veo a Ruslán. Alto. Tranquilo. Con los brazos cruzados sobre el pecho. Me enderezo bruscamente y me justifico:

—La guardería cierra por la tarde y no tengo con quién dejar al niño. ¿Acaso está en contra de los niños en la oficina?

Su mirada recorre mi rostro y luego se detiene en mi hijo.

—Solo estoy sorprendido.

—¿De que tenga un hijo? —parpadeo con inocencia, sin entender la razón de su asombro. Él ya había visto a Maxim antes.

—De que no me hayas dicho que la guardería cierra.

Aprieto los labios.

—¿Acaso creía que funciona las veinticuatro horas? Esto no afectará a mi trabajo. Al contrario, intentaré acabar todo lo más rápido posible.

—Eso explica muchas cosas —su mirada vuelve lentamente hacia mí.

—¿Qué cosas?

Hace una pausa antes de responder, aumentando la tensión en mi pecho.

—Por qué mantienes la distancia.

Me quedo inmóvil. Pero no alcanzo a contestar porque Max aparece sosteniendo la tableta.

—Mamá, ¿me puedes comprar un coche igual que el de Danilko?

Levanta la vista, se da cuenta de la presencia de Ruslán y se queda quieto, observándolo con atención. Ruslán también lo mira. Duran apenas unos segundos, pero a mí me parecen eternos. Max entorna los ojos, ladea la cabeza y suelta la peor pregunta posible en ese instante:

—¿Y tú quién eres?

Casi me atraganto con el aire. Ruslán sonríe apenas con la comisura de los labios.

—Ruslán.

—¿Eres el jefe de mi mamá?

Él asiente.

—Ella dijo que eres muy estricto.

Tomo a Max por los hombros y lo giro hacia el sofá.

—Basta de preguntas, vuelve a ver los dibujos.

Él obedece, pero aún lanza miradas por encima del hombro hacia Ruslán antes de sentarse. Yo me encuentro de nuevo con los ojos de mi jefe.

—Sofía…

Levanto la mano, impidiéndole continuar, y lo interrumpo de prisa:

—Si empieza a preguntarme sobre mi vida privada, me doy media vuelta y me voy.

Ruslán inclina la cabeza, evaluándome.

—¿Y si no?

—¿Qué quiere decir? —entrecierro los ojos.

—Si solo te propongo llevarte a casa.

Se me corta la respiración. No entiendo el motivo de tanta atención. ¿Por qué? Él me ve. Ve a mi hijo.

—¿Para qué? —pregunto casi sin aire.

—Está lloviendo. Será difícil para ti con un niño y un paraguas.

—Pediré un taxi.

—Sofía, puedes aceptar ayuda en lugar de demostrar siempre que puedes con todo tú sola —su voz es grave, casi persuasiva.

—¿Y el trabajo? Todavía no terminé, usted mismo recalcó que era urgente.

—Lo acabarás por la mañana. Creo que podrás tenerlo listo para las once. No tuve en cuenta que no tienes con quién dejar al niño. Estoy acostumbrado a vivir solo. Es mi error, y déjame compensarlo. Prepárense, los llevaré a casa y no se discute.




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