El secreto de una noche

14

Debo negarme. Debo decir que no necesito su ayuda, pero recuerdo que ahora mismo está lloviendo. Maximko seguro se mojará, porque siempre salta en los charcos. Yo también acabaré empapada, de mal humor y esperando media hora más el coche. Exhalo.

—De acuerdo. Pero eso no significa que acepte su tutela.

—Por supuesto. —Sus labios apenas se curvan hacia arriba.

Me doy la vuelta, camino hacia el armario, pero sé que me sigue con la mirada. La lluvia cae a cántaros cuando salimos de la oficina. Maxim, como ya había previsto, intenta saltar enseguida en un charco. Logro sujetarlo por la capucha.

—¡Maximko! No empieces.

—¿Y qué? Si llevo botas.

—Dale un poco de libertad, Sofía —Ruslán suelta una risa apenas audible. Le lanzo una mirada fulminante.

—¿Va a decirme cómo debo criar a mi hijo?

—En absoluto. Solo observo.

Maxim lo mira con curiosidad.

—¿Y usted tiene hijos?

Ruslán parpadea, como si la pregunta lo hubiera tomado por sorpresa.

—No.

—¿Y por qué? Si ya es bastante mayor.

Mi hijo me hace enrojecer de vergüenza. Le tomo la mano con firmeza.

—¡Máxim, basta de preguntas! Al coche.

Se encoge de hombros y salta al asiento trasero. Ruslán me abre la puerta y me siento. El coche arranca, la ciudad se difumina tras el cristal con las gotas de lluvia, pero la tensión se espesa en el aire.

Ruslán conduce tranquilo, sin hacer preguntas de más. Siento su mirada cuando me observa en el retrovisor. Me obligo a concentrarme en la lluvia tras la ventana. Debo ignorarlo. No fijarme en lo sereno que sostiene el volante con una sola mano, en lo relajado que se recuesta en el asiento. No pensar en que… Basta. Aprieto los dientes. ¿Qué me pasa? Ni siquiera presto atención al parloteo de Maxim, apenas asiento de vez en cuando.

Ni me doy cuenta de cuándo llegamos a mi edificio. Ruslán apaga el motor, pero yo ya me aferro a la manija de la puerta.

—Gracias por traerme. Nos vamos.

Pero apenas abro la puerta, me alcanza una voz familiar, que para nada esperaba escuchar. Me paraliza.

—¿Sofía?

Levanto la vista bruscamente. Junto a la entrada, bajo un paraguas, está Igor. Me mira a mí, luego al coche, luego a Ruslán. Su mirada se oscurece. Bajo lentamente. Maxim salta detrás de mí.

Igor está aquí. Ruslán está aquí. Y yo en medio. Perfecto. Igor pasa la vista a Maxim, baja el paraguas.

—Hola, campeón.

—¡Hola, papá! —Max corre hacia él, feliz.

Me tenso. Igor vuelve a mirarme.

—¿Ya no llamas taxis?

Su voz suena casual, pero lo conozco demasiado bien. Bajo esa indiferencia se acumulan demasiadas preguntas. Quiero justificarme, pero Ruslán sale del coche. Tranquilo. Lento. Su rostro permanece imperturbable, como siempre, pero en los ojos se percibe atención. Igor se endereza de inmediato, como preparándose para un enfrentamiento.

—¿Así que usted me reemplaza?

Ruslán no reacciona. Mete las manos en los bolsillos.

—¿Tenía que ser usted quien los trajera?

Me apresuro a intervenir.

—No. Igor solo vino a ver a Maxim, ¿verdad?

Le lanzo una mirada suplicante: “No empieces.” Igor se toma su tiempo, luego me mira.

—Verdad. —Lo dice como si ahora yo le debiera medio millón de dólares y un terreno entero. Ruslán asiente:

—Entonces no tiene razones para mirarme así.

Casi me ahogo con el aire. Igor aprieta la mandíbula.

—Es que me sorprende. Sofía no suele dejar que la lleven, ella es muy independiente.

—Y lo es —Ruslán se acerca, se detiene frente a él—. Solo que hoy llovía.

Sus miradas se cruzan. Ninguno aparta los ojos. Tengo que hacer algo.

—Max, vamos a casa.

Mi hijo, a regañadientes, me toma de la mano. Le lanzo a Ruslán una mirada rápida. Él sigue ahí, inmóvil, observando a Igor. El aire entre ellos es denso, como antes de una tormenta. Me giro y llevo a Maxim al portal con prisa. Igor nos sigue. Cierro la puerta tras de mí, pero siento que todo apenas empieza.

—Sofía, tenemos que hablar.

Suspiro cansada.

—¿No podías al menos esperar hasta mañana? Max está cansado, y yo también. Además, podrías haber llamado.

—No será mucho.

Su rostro me dice que no cederá. Me rindo y caminamos hacia el piso.

—Está bien. Pero rápido.

Abro la puerta, Maxim corre a su habitación y nosotros pasamos a la cocina. Cruzo los brazos sobre el pecho; él apoya las palmas en la mesa. Me observa con demasiada atención, con una minuciosidad que me incomoda, como si buscara descubrir algo nuevo. Soy la primera en romper el silencio.

—¿Qué hacías aquí, Igor?

—Quería ver a mi hijo. —Parpadea, como si no hubiera esperado que lo preguntara tan directo. Entrecierro los ojos con suspicacia.

—Podías haber llamado. Pero no lo hiciste. ¿Por qué?

Igor me sostiene la mirada, duda si mentir o no, y al final admite:

—Porque quería sorprenderlos.

—¿En serio? —Frunzo el ceño—. ¿Para qué?

Levanta las manos en señal de excusa.

—No lo decía con mala intención. Solo quería ver cómo estaba mi hijo.

—Está bien, lo estás viendo. Yo estoy ocupada. Trabajo, hijo, casa… ya sabes, la vida no gira alrededor de ti.

—Ya veo que encontraste a un hombre alrededor del cual girará ahora tu vida. Lo tuyo con Levchenko es algo serio, hoy me quedó claro. Un jefe no lleva a su empleada a casa sin más.




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