El secreto de una noche

19

Mi corazón se descompasa. La vergüenza me envuelve con una manta de espinas y me enciende la piel. Comía con tanta prisa que no me di cuenta de que me había ensuciado… y lo vio Ruslán. ¡Ruslán! El hombre que me gusta. Instintivamente agarro una servilleta y me limpio los labios a toda velocidad.

—Así está mejor?
—No del todo. Pero me gusta tu empeño. —Ruslán me observa, y su sonrisa se ensancha.

Tomo el primer documento que encuentro y escondo tras él el rostro.

—Volvamos al trabajo.
—Como digas, Sofía. Pero creo que estás volviendo a sonrojarte.

Aprieto el bolígrafo con tanta fuerza que amenaza con romperse. Levchenko, satisfecho consigo mismo, hojea los documentos con calma. Y yo sé: no se apresura, no presiona, pero tampoco se retira. Me esfuerzo por aparentar que este almuerzo no me ha afectado en lo más mínimo.

Al día siguiente me dedico a las tareas de la casa, porque es sábado. Preparo a Maxim. Dentro de unas horas tiene que llevárselo Ígor. Él me llama por teléfono y bajamos a la calle. Ígor llega en su coche y se acerca a nosotros. Noto que se ha esmerado en su aspecto: elegante, afeitado, con ese mismo carisma que un día me atrapó. Sonríe con naturalidad, como si entre nosotros nunca hubiera habido ofensas.

—¡Hola! ¿Cómo estás?
—Bien —respondo con neutralidad, sin seguirle el juego en ese tono juguetón.

Max corre hacia él, se lanza a sus brazos, y por un segundo siento un nudo en el corazón. Ríen juntos, Ígor lo abraza… todo parece indicar que es el padre perfecto y que jamás se ausentó de nuestras vidas.

—Iremos al parque. Después quizá pasemos por una cafetería. Únete si quieres.
—Es su día contigo, no voy a interrumpir —le tiendo la mochila de Maxim. En realidad, no me apetece nada pasar tiempo con Ígor ni abrir viejas heridas.
—Sofía —se acerca un poco más, toma la mochila—, quiero que volvamos a ser una familia. Aunque sea por Max.
—¿Familia? —me burlo con escepticismo—. ¿Y cuando te fuiste con otra mujer, también fue “por Max”?

Su rostro se tensa, aunque se contiene. Es evidente que mi reproche le incomoda. Tira la mochila dentro del coche:

—He cambiado. Y lo sabes. Danos una oportunidad —añade con suavidad—. Solo piénsalo. Un paseo juntos no te compromete a nada.

No creo que haya cambiado ni que un lobo feroz se convierta en un cordero inocente. Eso no pasa. Le doy un beso en la mejilla a Max:

—Hoy no. Tengo planes, así que disfruten sin mí.

Regreso al edificio, dejando claro con mi actitud que la conversación terminó. Aprovecho la ausencia de mi hijo para emprender una limpieza general en casa. Al mismo tiempo cocino y pongo una película. En realidad, solo escucho las voces de los actores de fondo. El móvil suena justo cuando iba a servirme té. En la pantalla aparece el nombre de mi exmarido, y la ansiedad me oprime el pecho. Contesto enseguida y oigo su voz preocupada:

—Sofía, se me averió el coche. Voy a llamar a una grúa, pero hay que llevar a Maxim a casa de alguna forma. ¿Puedes venir? Te mando un taxi.
—Claro. ¿Dónde están?
—En el parque —Ígor me da la ubicación. Miro el reloj.
—Estaré allí en cuarenta minutos. ¿Podrás aguantar?
—Sí, te espero.

Me cambio rápido y salgo de casa. Me da pena el té que quedó sin probar. Voy al parque e intento localizar a Max entre la gente. Al fin veo a Ígor en un banco, mientras nuestro hijo le cuenta algo con entusiasmo. Aprieto los labios en una fina línea. Hace apenas unas semanas ni imaginaba que volvería a ver tan seguido a mi exmarido. Pero él insiste en retomar el contacto con el niño y, al parecer, quiere más. Me acerco:

—¡Hola!

Max corre hacia mí y me agarra de la mano.

—¡Mamá, tardaste mucho!
—Llegué tan rápido como pude —me justifico.
—Te estuvo esperando con tantas ganas. Decidimos ir por un helado los tres —dice Ígor con un tono ligero, natural. Como si no estuviéramos divorciados, como si fuera una salida familiar más.
—No hace falta cambiar los planes por mí. Comeremos helado en casa.

No quiero pasar tiempo con Ígor. Maxim me mira con esos ojos enormes.

—Pero aquí venden uno riquísimo, con trocitos de chocolate. Por favor, mamá.

No me molestaría comer un helado aquí, pero necesito librarme de Ígor. De repente siento a alguien acercarse por detrás. Una voz grave y familiar me hace estremecer:

—Qué bonita escena familiar. ¿Entonces han vuelto?

Me giro de golpe. Ruslán está a pocos pasos, vestido con ropa deportiva y una botella de agua en la mano. Me mira como si lo hubiera traicionado. Su rostro está increíblemente sereno para alguien que acaba de sorprenderme “in fraganti”, pero sus ojos delatan la ira.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.