No me atrevo a decir la verdadera razón y vuelvo a repetir lo mismo:
—Eres mi jefe. ¿Qué pasará si salimos un tiempo y luego terminamos? Tendría que renunciar.
Ruslán da un paso hacia mí y me toma de la mano. El calor de su palma envuelve mi piel. Mi corazón se acelera y la respiración se vuelve irregular. Me mira a los ojos, se asoma a mi alma y exige la verdad:
—¿Por qué tendríamos que terminar?
—Porque todas las relaciones que tuve hasta hoy acabaron en ruptura.
—Quizá esta vez sea diferente —Levchenko aprieta un poco más mi mano—. Si esa es la única razón, te prometo que incluso en ese caso no te despediré. Fingiremos que nada pasó. ¿Hay algo más? ¿O acaso contemplas la posibilidad de reconciliarte con tu ex?
Me muerdo el labio. Me siento acorralada. Si supiera con certeza que Ruslán no era aquel desconocido del bar, ya estaría besando sus labios tentadores. Me obligo a soltar su mano. Doy un paso al costado y bajo la cabeza con culpa:
—No, nunca volveré con Ígor, y él no tiene nada que ver. Mi divorcio fue demasiado doloroso. No estoy preparada para una nueva relación —callo que en realidad no estoy lista para que alguien me rompa el corazón otra vez—. Sí, lo admito: me gustas, pero ahora te pido tiempo. Necesito ordenar mis pensamientos y comprender mis sentimientos.
—¿Qué habrá hecho ese desgraciado para que, incluso después de dos años, no te atrevas a empezar de nuevo? Conmigo será distinto. No sé si mejor, no te prometo castillos en el aire, pero sí diferente.
En ese momento entra Nastia a la recepción y obliga a Ruslán a callar. Le tiende unos documentos:
—Aquí tienes. Liudmila Andríivna dijo que la tarificación está en tu correo.
—Bien, gracias —Ruslán toma los documentos y, con la cabeza gacha, se marcha sombrío a su despacho.
El resto del día no me dirige la palabra. Solo me tranquilizo cuando llego a casa. El teléfono empieza a vibrar justo cuando me acomodo en el sofá con una taza de té. Por la sorpresa casi derramo la bebida y, al ver la pantalla, siento que todo dentro de mí se contrae. Ígor. No necesito contestar para adivinar de qué quiere hablar. Sus ramos, sus visitas inesperadas, sus insinuaciones… Pero estoy cansada. Cansada de tener que repetirle que ya no estamos juntos.
Suspiro y acepto la llamada.
—¿Te gustó el ramo? —su voz suena alegre, como si ya supiera la respuesta.
—No debiste.
—Siempre te han gustado las rosas. No podía no regalártelas.
—Ígor, escucha —dejo la taza sobre la mesa y me incorporo—. Te agradezco el detalle, pero no cambia nada.
Guarda silencio apenas un segundo, pero casi puedo sentir cómo su sonrisa se desvanece.
—Sofía, no finjamos que entre nosotros no queda nada. Somos una familia. Max…
—Max es tu hijo, y puedes verlo cuando quieras, pero yo no soy tu esposa. Ya no estamos juntos y no volveremos a estarlo.
—¿Por qué eres tan cruel?
—Porque no me escuchas, Ígor. No quiero volver atrás. Nuestro pasado quedó donde le corresponde —digo con firmeza.
—¿Y si cambio? ¿Y si demuestro que puedo ser el hombre al que alguna vez amaste?
Cierro los ojos. Sus palabras no me aprietan el pecho, no despiertan nostalgia, no me hacen desear darle otra oportunidad.
—Ya no te amo.
Silencio. Largo, casi doloroso.
—Entiendo, todo esto es por Levchenko. Pues bien, esperaré a que te pisotee.
Corta la llamada y yo sigo un rato mirando el teléfono. Antes estas conversaciones me resultaban más duras, pero ahora no siento dudas. He tomado mi decisión.
A pesar de mi negativa tajante, mi corazón late por Ruslán. Mi cuerpo ansía sus caricias, sus besos, sus abrazos. No entiendo lo que me pasa, pero mis pensamientos son solo para él. Sin embargo, se comporta distante y no cruza la línea. Entre nosotros hay únicamente asuntos de trabajo, justo lo que yo quería. Y, aun así, esa frialdad me oprime el alma, mientras Levchenko se convierte de pronto en el protagonista de mis sueños. Pero sé que lo mejor es mantenerme lo más lejos posible de él.
Hoy Ruslán nos abruma de tareas a Nastia y a mí. Se acerca a mi mesa y observa un documento en mi computadora. Se inclina un poco más de lo necesario. Su mano roza mi codo y ese contacto enciende fuego dentro de mí. No la retira, permanecemos unidos por ese roce. Como si fuera poco, acerca sus labios a mi oído y me acaricia con su aliento:
—Este informe debe estar listo para esta tarde. Espero que te dé tiempo.
Intento concentrarme en sus palabras y no en el calor de su respiración en mi cuello. Asiento y agarro un bolígrafo, buscando controlar mi nerviosismo.
—Sí, por supuesto.
—Bien —se aparta, dejándome sola con mi desconcierto.