El secreto de una noche

24

Tomo conciencia de que se dirige a mí y me levanto de golpe:

—Sí, necesito refrescarme un poco. Aquí está demasiado sofocante —agito la mano frente al rostro y salgo al pasillo.

Camino hacia el baño y cierro la puerta tras de mí. Abro el grifo. El agua cae en el lavabo, acerco las manos y dejo que la frescura me envuelva la piel. Ojalá eso logre calmarme. No debería alterarme así; Ruslán es un hombre adulto y puede salir con quien quiera. Además, supuestamente se trata de una reunión de trabajo, aunque las intenciones de Svetlana sean muy distintas. Palabra tras palabra, un roce casual… y acabarán besándose. Luego empezarán a salir, se casarán, tendrán hijos, y yo me quedaré al margen, observándolo todo. Los celos me nublan la razón.

Cierro el grifo y me miro en el espejo. No entiendo lo que siento por Ruslán, pero indiferencia no es.

Mis propios pensamientos me asustan. Se enredan, se mezclan, creando un caos en mi cabeza. Algo dentro de mí grita, pugna por salir, exige una salida. Me ahogo en este torbellino de emociones.

Salgo del baño, pero el mundo a mi alrededor parece difuso, como si caminara a través de una espesa niebla. Voy hacia el despacho de Levchenko. Paso en silencio por la antesala y entro sin avisar. Ruslán está de pie junto al escritorio, con una carpeta en las manos. Nuestros ojos se encuentran.

—Sofía, ¿ha pasado algo?

Su voz, tan segura y a la vez preocupada, me hace estremecer. No puedo hablar, no sé qué decir. Me acerco decidida. Apoyo la palma sobre su pecho y atrapo con mis labios los suyos, tan tentadores. Me rindo al deseo y lo beso con avidez. Él deja caer la carpeta sobre la mesa. Sus dedos encuentran mi cintura y me aprietan contra él. Me besa como si eso fuera lo único que importara, y yo me hundo en ese beso, en ese ardor, en ese dulce olvido.

Bajo mi mano siento el latido acelerado de su corazón, como si fuera a salírsele del pecho. Igual que el mío. Nos falta aire y Ruslán se aparta. Solo entonces comprendo lo que acabo de hacer. Retrocedo un paso, me libero de sus caricias ardientes y un frío repentino me atraviesa los huesos. ¿Qué he hecho?

Bajo la cabeza con culpa, incapaz de explicar mi conducta. Ruslán sonríe levemente; en sus ojos arde un deseo imposible de ocultar.

—¿Esto significa que nosotros…?

—No —lo corto enseguida—. Solo estaba comprobando algo.

Huyo no solo de su despacho, sino también de mí misma. De mis pensamientos, de mis sentimientos, de lo que acaba de suceder. Me siento en mi mesa y trato de recuperar el aliento. ¡Malditos celos! Me empujaron a besar a Levchenko, y fue… maravilloso. Debo admitir que Ruslán besa de forma increíble. Lástima que sus besos quizás no me pertenezcan.

Nastia me observa con suspicacia:

—Sofía, ¿estás bien?

Asiento, aunque sé que no lo estoy. Estoy empezando a enamorarme de mi jefe. Por suerte, Ruslán no me sigue ni me llama a su despacho. Tal vez entiende que necesito tiempo.

Por la tarde, sin embargo, me hace pasar. Me siento frente a él. Levchenko está serio, no queda rastro del hombre que me besó con tanta pasión a mediodía. Solo preguntas de trabajo. Ambos fingimos que nada ocurrió, aunque mi corazón late con fuerza, delatando mi agitación. Recibo las indicaciones y me levanto. Ruslán me toma de la mano, obligándome a detenerme. La suelta enseguida, como para mostrarme que respeta mis límites.

—Sofía, ¿saldrías conmigo? Te invito esta noche a cenar.

—Hoy no puedo. Tengo que recoger a Max del jardín. Después nos toca preparar la cena, repasar las letras, organizar las cosas para mañana, la rutina antes de dormir… —con cada palabra mía, el semblante de Ruslán se ensombrece.

Sé que quiero salir con él, hacer algo loco, no pensar en las consecuencias. Hace tanto que vivo como madre que he olvidado mis propios deseos. Siempre tengo que, debo. Hace años que no hago nada para mí, aunque fuera algo pequeño. Quizás luego me arrepienta, pero tras una breve pausa añado:

—Pero el jueves Igor recoge a Max y estará con él dos horas. Entonces podré cenar contigo.

Ruslán guarda silencio y no logro descifrar sus emociones. Bajo la cabeza y continúo en voz baja:

—Claro, si tienes libre esa noche.

—Libre —responde sin dudar—. Cancelaré todos mis planes por una cita contigo.

Sus ojos brillan con una chispa de alegría. No puedo contener una sonrisa y salgo de su despacho. ¡Voy a tener una cita con Ruslán! Hacía años, quizás seis, que no salía con nadie. Mi cuerpo tiembla de anticipación.

Por la tarde recojo a mi hijo del jardín y cumplo con la rutina de siempre. Mi teléfono vibra y suena una melodía conocida. En la pantalla aparece un nombre: “Ruslán”.




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