Lo miro rápidamente, intentando descifrar si habla en serio. Parpadeo con inocencia:
—¿Quieres que vaya contigo a la reunión con tu abogada?
—Sí —asiente—. Me gustaría que estuvieras cerca. Puede que surja la necesidad de anotar algo. Además, no quiero que te consumas de celos.
—No estoy celosa.
—Por supuesto, y tu nerviosismo no tiene nada que ver con eso.
Ruslán se ríe en voz baja, y yo quiero golpearlo o besarlo. Pero más golpearlo. Me ve por completo y me siento expuesta.
—¿Entonces vas a venir? —repite.
Suspiro, finjo pensarlo, aunque la respuesta ya está clara.
—¿Acaso tengo opción? Claro que voy. Solo llevaré una pluma y una libreta, por si hay que anotar algo.
—No olvides traerlas —Levchenko asiente con gesto serio.
Ambos fingimos que mi presencia allí se debe a unas notas innecesarias. Salgo del despacho y en mi cabeza giran dos posibilidades: Ruslán me invitó o bien para provocarme aún más celos y demostrar que goza de popularidad entre las mujeres, o bien, al contrario, para mostrarme que con Svetlana mantiene únicamente una relación profesional.
—Como digas —asiento. Sus ojos brillan de satisfacción.
Ahora sí que no debería preocuparme por nada. Pero, por alguna razón, tengo la sensación de que este almuerzo puede cambiar más de lo que me gustaría.
Voy a la recepción y guardo la libreta y el bolígrafo en el bolso. Ruslán sonríe levemente, y ambos entendemos la farsa: no habrá nada que anotar. Nos dirigimos a su coche. Me siento en el asiento delantero y me pongo el cinturón. Svetlana eligió un café cercano, así que en quince minutos llegamos.
El lugar resulta acogedor, con música de jazz suave y luces tenues. En el aire flota un aroma a café y vainilla, y a través de los grandes ventanales se abre una hermosa vista al parque otoñal. Nos acomodamos juntos en un sofá, en la mesa del rincón. Ruslán, con su habitual traje elegante, luce seguro de sí mismo, carismático. Me incomoda pensar que Svetlana pudo haberlo esperado aquí a solas. Él me observa con atención, como si quisiera decirme algo, pero en ese instante la puerta se abre y la veo.
El largo cabello de Svetlana está peinado a la perfección, los ojos delineados con un maquillaje sobrio, y el traje pantalón negro parece recién sacado de un maniquí de boutique de lujo. Camina con paso firme hacia nosotros, con una sonrisa en los labios… que desaparece en cuanto me ve. Se sienta enfrente y frunce ligeramente los labios con disgusto:
—¿Ruslán, no estás solo?
—Ella es mi asistente, Sofía —él me señala con la mano, fingiendo no notar la tensión que acaba de aparecer—. Ya se vieron en la oficina.
—Sí, la recuerdo —Svetlana le lanza una mirada que claramente pregunta: ¿para qué?
—Bueno, ¿empezamos? —Ruslán abre el menú.
—Claro —responde ella, aunque su mirada sigue clavada en mí.
Durante un rato hojeamos el menú, y siento cómo Svetlana me evalúa. No me mira como a una simple empleada de Levchenko, sino como a una rival. El calor se me esparce por todo el cuerpo, pero ella solo aprieta los labios y aparta la vista. Hacemos el pedido. Svetlana coloca una carpeta de documentos sobre la mesa:
—Ruslán, pensé que tendríamos una reunión de trabajo.
—Y lo es —asiente él—. Pero, ¿acaso no podemos combinar lo agradable con lo útil?
Svetlana no responde, pero su rostro refleja su descontento. La conversación toma un rumbo laboral. Yo escucho en silencio, pero cada vez que ella roza con coquetería la muñeca de Ruslán o se inclina hacia él como por accidente, siento cómo una chispa de celos prende en mi pecho. A él, en apariencia, no le importa. Pero, ya sea por casualidad o a propósito, con frecuencia roza mi mano, como si quisiera recordarme que yo no estoy de más.
—Sabes que si se firma el contrato en este formato, entonces… —Svetlana sigue hablando, pero su voz me suena lejana.
Ya no escucho. Solo siento a Ruslán a mi lado. Su calor, su atención. De pronto se inclina hacia mí y susurra:
—¿Cómo estás?
Entiendo que este almuerzo ya no es solo una reunión. Es un juego, y yo no pienso perder. Un escalofrío me recorre la piel con su voz. Aprieto instintivamente el vaso de agua, intentando ocultar el ligero temblor de mis dedos.
—Perfectamente —respondo sonriendo, mientras atrapo la mirada de Svetlana. Me observa con frialdad, y me parece ver un destello de irritación en sus ojos.
—Ruslán —ella cambia el tono, más suave, como intentando recuperar su atención—. Deberías revisar la cláusula cuarta del contrato. Ayer te envié la nueva versión.
—Sí, la vi —asiente él, pero no aparta la vista de mí—. Lo hablaremos más tarde.