—No, hablamos como hombres adultos —reconozco de inmediato el matiz de ira en su voz—.
Dijo que oficialmente aún no estás divorciada, y eso significa que sigues siendo su esposa. ¿Es verdad?
Un rayo me atraviesa. Nunca imaginé que ese detalle pudiera volverse en mi contra. Me muerdo el labio y trato de justificarme:
—Sí, pero no vivimos juntos desde hace dos años, y tú lo sabes. Es solo una formalidad, no cambia nada.
—Lo cambia todo —gruñe él en respuesta—. Igor dice que sigue teniendo derechos sobre ti.
—Quería divorciarme oficialmente, pero Igor me convenció de no hacerlo todavía, por Maxim. No quería que tuviéramos apellidos diferentes. Me dijo que eso afectaría negativamente al niño.
Ruslán guarda silencio unos segundos. Mi corazón se detiene, esperando su respuesta. Exhala con fuerza:
—Entonces, ¿oficialmente seguirás siendo su esposa para siempre?
—No, hace dos años que ya no lo soy. Si para ti eso es importante, presentaré la demanda de divorcio.
—Sí, para mí lo es —su voz se suaviza, pero aún conserva cierta tensión—. Quiero salir con una mujer libre, no con una casada oficialmente.
—¿Y… ya estamos saliendo? —contengo la respiración y espero ansiosa su respuesta.
—Eso espero —siento su nerviosismo al hablar—. Sofía, ¿quieres ser mi novia?
Algo dentro de mí se contrae y luego se expande, como si estuviera a punto de volar. Ante mis ojos aparecen sus labios tentadores, su mirada ardiente, el calor de sus manos. El beso de hoy me demostró que lo que siento por Ruslán va más allá de una simple simpatía.
Deseo ser su novia. Trato de no pensar en las consecuencias y casi enseguida respondo:
—Sí, aunque no tengo ni idea de cómo vamos a combinarlo con el trabajo.
—Muy fácil —ríe él—. De día soy tu jefe severo, y tú mi empleada obediente. Pero por la noche somos una pareja feliz que quiere estar junta.
—Tú lo ves todo muy simple —dudo de que su plan funcione.
—¿Y por qué complicarlo?
Maxim corre hacia mí y me tira de la mano:
—Mamá, quiero pan con mermelada.
—Tengo que irme —digo con desgana. Me encantaría seguir hablando con Ruslán, pero no puedo ignorar a mi hijo.
Levchenko pregunta:
—¿Preparar pan con mermelada?
—Sí.
—Yo también quiero —suena con un deje de tristeza.
—¿No comiste suficiente en el restaurante?
—No hablo de comida —su voz vuelve a sonar grave, aterciopelada—.
Quiero estar contigo. Preparar pan con mermelada, sentarnos en la cocina, tomar té… y sentir que no estoy solo en este mundo.
Sus palabras me tocan el corazón. Yo también quiero estar con él. Quiero dormirme entre sus brazos cálidos y despertarme con sus besos suaves.
Aprieto el teléfono en la mano y callo mis deseos:
—Ojalá algún día sea así. Buenas noches, Ruslán.
—Buenas noches, mi…
Cuelgo antes de que termine la frase. Su última palabra no deja de dar vueltas en mi cabeza.
¿“Mía”? ¿Qué?
Y, sin embargo, esa sola palabra me calienta más que cualquier declaración.
A la mañana siguiente entro en la recepción, nerviosa.
Ahora soy la novia de Ruslán y no sé si eso afectará mi trabajo. No quiero que me pague el sueldo por nada.
Nastia está sentada tras el escritorio y le pregunto con cautela:
—¿El jefe está en su oficina?
—Sí, hoy llegó incluso antes que yo.
Me siento en mi puesto. Intento concentrarme en los documentos, pero mis pensamientos vuelven una y otra vez a Ruslán. Finalmente, me llama a su despacho.
Cruzo el umbral y cierro la puerta tras de mí. Ruslán está sentado con un elegante traje gris; la camisa abierta en los dos primeros botones deja ver una atractiva hendidura en el pecho.
Todavía no puedo creer que este hombre tan increíble sea mío.
Me acerco al escritorio:
—Hola.
—Hola —se levanta y me envuelve enseguida en sus brazos cálidos—. Te he echado de menos.
—Yo también —confieso con sinceridad.
Ruslán me besa en los labios. Este beso es distinto a los anteriores.
Ahora nos besamos como una pareja, y eso provoca un dulce temblor en mi pecho.
Se aparta primero y frunce el ceño con seriedad:
—¿Trajiste los documentos para presentar el divorcio?
—Sí, los tengo en el bolso. Tal vez pueda salir al mediodía para gestionarlo.
—Ve ya —sus ojos delatan impaciencia.
—Pero tengo trabajo.
—Te doy el día libre. Anda, resuelve tus cosas.
Doy un paso atrás y me libero de sus brazos protectores.
La situación me incomoda. Bajo la mirada, avergonzada:
—Acordamos que nuestra relación no afectaría al trabajo.
—Y no lo hará. Pero quiero salir con una mujer libre, que ningún Igor se atreva a llamar “su esposa”.
Dejaría salir a cualquiera de mis empleadas si tuviera que presentar documentos, así que no te preocupes.
Mañana te quiero aquí, en tu puesto.
Ruslán adopta una expresión seria, pero no le sale del todo: sus ojos destilan ternura y me miran con una mezcla de admiración y amor.