Londres, Inglaterra
Evelyn
El sonido del despertador es el enemigo jurado de mi paz mental. En cuanto suena, lo apago con un golpe certero y me quedo mirando al techo. Otro día. Otro traje y café. Suspiro.
Me obligo a levantarme y camino hacia el armario, ese santuario de prendas grises, negras y azul marino. Todas perfectamente organizadas porque, ¿por qué complicarse? «La simplicidad es la clave de la productividad», según Alex. Aunque, si soy honesta, creo que él lo dice para justificar que usa la misma combinación de traje y corbata todos los días.
Elijo un conjunto negro. Monocromático. Seguro. Lo que viene siendo mi marca personal. No porque no me guste el color, sino porque ya lo compenso con mi obsesión por los labiales. Es mi único capricho. Abro el cajón donde guardo mi colección y elijo el color del día. Hoy me siento… audaz. Cojo uno rojo intenso llamado Devil’s Kiss. Muy apropiado para una asistente ejecutiva, ¿verdad?
Después de maquillarme y perfeccionar cada detalle, me miro en el espejo y sonrío.
«No está mal, Evelyn. No está nada mal», me digo a mi misma.
Aunque, siendo realistas, este esfuerzo no es para nadie más que para mí. Alexander Sterling, mi jefe, ni siquiera lo notaría si me pintara la cara como un payaso. El hombre está tan casado con su trabajo que lo más probable es que no sepa qué color son mis ojos.
Con todo listo, tomo mi bolso, salgo de mi apartamento y me enfrento al tráfico matutino de Londres. Aquí es donde empieza mi verdadero ritual: el café.
Estaciono frente al café de la esquina, The Daily Roast. Es un lugar pequeño, acogedor, y lo más importante: sirven café que no sabe a quemado. Entro, y el aroma a granos recién molidos me golpea como una bienvenida cálida.
—¡Buenos días, Evie!
Sonrío al escuchar la voz de Grace, la barista que siempre está detrás del mostrador. Es de esas personas que siempre parecen estar de buen humor, y aunque a veces me irrita su energía matutina, hoy se lo agradezco.
—Buenos días, Grace. Lo de siempre para Alex y… —Hago una pausa dramática—. Sorpréndeme.
Grace ríe mientras prepara el café negro de Alex. —¿Hoy tampoco quieres lo de siempre?
«Nunca quiero lo de siempre», pienso, pero no lo digo. Lo divertido del café es que hay tantas opciones, y si solo bebes lo mismo todos los días, ¿dónde está la emoción?
—Hoy probaré un espresso. Necesito algo que me despierte el alma.
—Espresso, entonces. Aunque, si eso no te despierta, no sé qué lo hará.
Observo cómo trabaja, disfrutando del sonido de la máquina y el ritmo del lugar. El café siempre ha sido mi pequeño momento de felicidad antes de enfrentarme al caos de la oficina. Cuando me entrega los vasos, me detengo un segundo.
—Gracias, Grace. Si esto me mata, asegúrate de que mi lápida diga: Fue el espresso
—Hecho. Pero dudo que tengas tiempo para morir. Tu jefe no lo permitiría.
Su comentario me saca una risa amarga. Grace no se equivoca. Alex no sabe qué es un día libre, y yo soy la extensión de su obsesión con el trabajo. Con una sonrisa, me despido y vuelvo a mi coche.
Cuando llego al edificio, saludo al recepcionista con un movimiento de cabeza y tomo el ascensor hacia el piso de presidencia. Hay algo casi solemne en estos minutos. Es como si me estuviera preparando para la guerra.
Mi oficina está justo fuera de la de Alex, lo cual significa que soy su filtro personal. Nadie entra ni sale sin que yo lo apruebe, y me encargo de que su agenda sea un reloj suizo. Pero antes de que el caos empiece, debo colocar el café negro en su escritorio, como cada mañana.
Al entrar, lo encuentro ya concentrado en su computadora, con las mangas de la camisa arremangadas y el ceño fruncido. Ni siquiera me mira, solo murmura un «gracias» sin levantar la vista.
—De nada, oh, gran emperador de las finanzas.
Él alza una ceja, apenas esbozando una sonrisa. —¿Te estás burlando de mí, Evelyn?
—¿Yo? Jamás. Soy la epítome de la profesionalidad.
Él sacude la cabeza y vuelve a su pantalla. Yo me siento en mi escritorio, disfrutando de mi espresso mientras reviso correos y empiezo a organizar el día. El primer sorbo me quema un poco, pero tiene un sabor intenso que me despierta. Pienso que tal vez Grace tenía razón: esto podría salvarme el alma. O, al menos, mantenerme viva hasta la hora del almuerzo.
El teléfono suena, y mi día comienza oficialmente. Pero mientras organizo reuniones y respondo llamadas, una idea me cruza por la mente: tal vez hoy no sea un día cualquiera. Tal vez algo esté a punto de cambiar.
Y no estoy segura de si debería emocionarme… o asustarme.
El día transcurre como cualquier otro. Correos, llamadas, reuniones, más correos, más reuniones, café, y un jefe que parece creer que dormir es opcional. Todo normal en el universo de Alexander Sterling.
O eso pensaba, hasta que a las tres en punto, él sale de su oficina, se detiene frente a mi escritorio y me suelta, como si fuera la cosa más natural del mundo: