Londres, Inglaterra
Evelyn
El día de la gala ha llegado. Pensé que sería más tranquilo para mí.
Ilusa.
Porque, por alguna razón que no comprendo, parece que hoy mi trabajo ha dejado de ser el de asistente ejecutiva y se ha transformado en el de organizadora de eventos, mediadora de crisis y, en general, salvavidas de todo el mundo en esta empresa.
Desde que llegué esta mañana, mi teléfono no ha dejado de sonar. Primero, fue el equipo de catering preguntando si los invitados preferían opciones sin gluten. Como si yo tuviera en mi escritorio la lista de las intolerancias alimenticias de cada persona que va a asistir. Luego, la empresa encargada de la iluminación me llamó para avisar que «hubo un pequeño error» y las luces LED están en otro tono del que se pidió.
—¿Qué tono? —pregunté, masajeándome las sienes.
—Rojo neón.
Tuve que respirar hondo y contar hasta diez. Después de eso, el equipo de relaciones públicas preguntó si podía confirmar los lugares de los asistentes VIP. ¡Como si yo no tuviera ya suficientes cosas en qué pensar!
Y en algún punto de la mañana, cuando la octava llamada entrante estaba sonando y yo ya había empezado a considerar seriamente arrojar el teléfono por la ventana, escuché la inconfundible voz de mi jefe llamándome.
—Evelyn.
Levanto la vista, con mi mejor cara de «sí, ¿en qué más puedo servirle, amo y señor del universo?», y veo a Alex apoyado en el marco de su puerta, mirándome con la misma calma con la que observa los informes financieros.
—¿Qué? —pregunto, mi voz apenas y disimula la exasperación.
—Te ves estresada.
Abro la boca, luego la cierro. Me cruzo de brazos.
—¿Y cómo no estarlo? Hoy, por alguna razón, todos creen que soy la organizadora de eventos en lugar de tu asistente. ¿No se supone que hay un equipo entero que se encarga de esto?
Él asiente. —Sí.
—Entonces, ¿por qué todos vienen a mí con cada minúsculo problema?
—Porque confían en ti.
—Bueno, dile a todos que dejen de confiar en mí y confíen en las organizadoras de la gala, porque siendo honesta, estoy a un paso de renunciar y huir del país.
Él me mira, su expresión está imperturbable. —Te pagaré extra.
Lo miro directo a los ojos, como si así pudiera hacer que vea el odio telepático que le estoy enviando en este preciso instante.
—Oh, claro. Porque el dinero es la solución a todo —murmuro con una sonrisa sarcástica.
—No a todo, pero sí a la mayoría de los problemas logísticos —responde, con la tranquilidad de quien sabe que lo que dice es cierto.
Le sostengo la mirada por unos segundos más, luego respiro hondo y sacudo la cabeza.
—Eres imposible.
—Y tú sigues aquí.
Me giro para mirar el teléfono, que vuelve a sonar como si estuviera maldito. Lo tomo y respondo con el tono más profesional que me queda después de la locura de la mañana.
—Evelyn Clarke, ¿qué problema hay ahora?
Mientras escucho la nueva queja del equipo de decoración sobre los arreglos florales, alcanzo a ver cómo Alex vuelve a su oficina con su clásica expresión neutral.
Este hombre…
Si no fuera tan buen jefe en general, lo más probable es que lo habría estrangulado hace mucho. Pero claro, hoy es la gala, y la noche apenas comienza. Si mi mañana fue un desastre, algo me dice que la noche será todavía peor.
Si los niveles de estrés quemaran calorías, creo que habría perdido al menos cinco kilos en un solo día. Cuando por fin llego a casa, siento mi cabeza latir con tanta fuerza que apenas soy capaz de llegar al sofá antes de que mi cuerpo diga: hasta aquí llegamos.
Me dejo caer como un saco de papas, suelto los tacones y me cubro el rostro con el brazo, intentando relajarme. No quiero saber nada del mundo exterior en este momento. No quiero responder más llamadas, ni correos, ni escuchar sobre el color de las luces LED, los arreglos florales o los problemas con la lista de invitados.
Solo quiero paz. Y un maldito café.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que escuche que llaman a la puerta. Frunzo el ceño y no me muevo. Tal vez si me quedo quieta, quien sea que esté allí se cansará y se irá.
Pero no. Vuelven a tocar. Y luego otra vez. Y otra vez.
—Papaya, dame paciencia —murmuro, arrastrándome fuera del sofá con el peso de una semana entera de agotamiento en mi cuerpo.
Abro la puerta sin siquiera revisar el visor. Error de principiante.
Del otro lado, de pie en el umbral, hay cuatro mujeres impecablemente vestidas y sonriendo con esa clase de energía que solo se consigue después de haber dormido bien, tomado un desayuno nutritivo y probablemente haber hecho yoga.
—¡Buenas tardes! —dice la que está al frente, una mujer rubia con un set de brochas en la mano—. Somos el equipo enviado por el señor Sterling.