Londres, Inglaterra
Evelyn
Y lo que llegó primero fue la lucidez. Fría, cruel, maldita lucidez. Golpea mi cabeza como un balde de agua helada, borrando la calidez del alcohol y el aturdimiento de la música. Mi respiración aún está entrecortada, mi cuerpo aún se estremece con el fantasma de sus manos en mi espalda, con el eco de su voz grave susurrando mi nombre.
Pero la razón regresa. Y con ella, el miedo. Esto está mal. Muy mal. Alexander es mi jefe. El hombre que firma mis cheques, que tiene el poder de despedirme con una sola palabra. Cruzar esa línea no solo complicaría todo en la oficina…
Me dejaría sin trabajo. Y perder mi trabajo no es una opción. No cuando las cuentas esperan cada mes. No cuando el alquiler de mi apartamento depende de cada centavo que gano. Menos cuando he trabajado demasiado para llegar hasta aquí.
Así que hago lo único que puedo hacer.
Me separo de él.
Su mano resbala de mi espalda y el frío la reemplaza de inmediato. Alexander frunce el ceño.
—¿Qué pasa?
Su voz no suena molesta, pero hay un leve rastro de desconcierto en ella. Como si no entendiera por qué, de repente, puse un muro entre nosotros. Y por un segundo, casi cedo. Casi me pierdo en esos ojos, casi le digo que no pasa nada, que podemos seguir bailando hasta que el mundo deje de girar.
Pero no.No puedo.
—No podemos hacer esto —digo, forzando mi voz a sonar firme, aunque por dentro me esté partiendo.
Alexander me observa en silencio. Por un momento, temo que discuta, que me diga que estoy exagerando, que insista en ignorar la línea que acabamos de cruzar.
Pero no lo hace.
Solo asiente. —Está bien.
Está bien. Esas dos palabras deberían aliviarme, pero no lo hacen. Porque hay algo en la manera en que las dice… como si no las creyera del todo.
Trago saliva y aparto la mirada.
—Voy al baño un momento —digo, en un intento de ganar algo de tiempo—. Espérame y nos iremos.
—Te espero.
Me doy la vuelta y camino entre la multitud, sintiendo sus ojos en mi espalda con cada paso.
El baño está vacío cuando entro. Así que cierro la puerta tras de mí y me apoyo contra el lavamanos, dejando escapar un suspiro. Me miro en el espejo y casi no me reconozco. Mi piel aún arde, mis labios están hinchados de tanto morderlos, y mis ojos…
Mis ojos están llenos de algo que me niego a nombrar, porque si lo hago, lo haré real.
—¿En qué demonios estabas pensando? —susurro, masajeando mis sienes.
Pero sé la respuesta. No estaba pensando, sino que me dejé llevar. Tanto por la música como por el alcohol. Por la manera en que me miraba como si fuera lo único en el mundo.
Estúpida. No puedo permitirme esto. No puedo permitir que un momento de debilidad arruine todo por lo que he trabajado. Así que respiro hondo, aliso mi vestido y enderezo los hombros. Esto no significa nada.
Solo fue un baile. Uno que jamás volverá a repetirse. Porque no importa lo que sienta…
Alexander Sterling y yo no podemos ser nada.
Y eso es todo.
Cuando salgo del baño, el sonido de la música y las conversaciones me golpea de inmediato. Respiro hondo y camino con paso firme por el pasillo de mármol, repitiéndome a mí misma que todo está bajo control.
Nada pasó. Nada pasará.
Voy a encontrar a Alex, saldremos de aquí, me iré a casa, dormiré y mañana todo será como si esta noche nunca hubiera ocurrido.
Pero entonces lo veo.
Está de pie junto a la salida del salón, apoyado casualmente contra la pared. Su impecable traje negro contrasta con la tenue luz del lugar, y su expresión es la de alguien que espera con paciencia… y algo más.
Tiene el celular en la mano, pero cuando me ve, lo guarda en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Lista?
Su voz es tranquila, sin rastro de tensión.
Yo asiento. —Sí.
No nos decimos nada más mientras atravesamos la enorme entrada del salón. Las puertas dobles se abren ante nosotros, revelando la fría brisa nocturna y el auto negro esperándonos junto a la acera. El chofer, atento, se apresura a abrir la puerta trasera.
Alexander me cede el paso con un leve gesto de la cabeza.
—Después de ti.
Asiento de nuevo y entro al vehículo sin decir nada. Él me sigue poco después, y en cuestión de segundos, el auto se pone en marcha, deslizándose por las calles iluminadas de la ciudad.
El silencio entre nosotros es denso, pero no incómodo. Es extraño. Casi como si ambos estuviéramos esperando que el otro dijera algo. Miro por la ventana, observando las luces de los edificios y los anuncios brillantes que parpadean en la distancia. La noche aún es joven, pero yo me siento agotada. Tal vez es la tensión, o tal vez es el peso de lo que casi pasó.