El Secreto del Jefe

Capítulo 5: Affogato

Londres, Inglaterra

Evelyn

El auto avanza a toda velocidad, sacudiéndose con cada giro brusco y cada bache en la carretera. No puedo ver nada. La maldita tela áspera de la bolsa sobre mi cabeza me asfixia, robándome el aire y cualquier intento de control. Mis manos tiemblan sobre mi regazo, mis uñas están clavadas en mis palmas y, a pesar de la adrenalina, noto un ardor punzante en la piel. No sé si es por la presión o por puro miedo.

De repente, el vehículo da un giro tan violento que mi cuerpo se desliza de lado. Mi hombro choca con algo duro —probablemente la pared del auto— y un gemido de dolor escapa de mis labios antes de que pueda contenerlo.

—¡Por el amor de Dios! —Alex ruge con furia—. ¡Tengan más cuidado con mi mujer!

El silencio que sigue es tan denso como el aire sofocante dentro de la bolsa.

… ¿Perdón? El shock me hace olvidar momentáneamente la situación en la que estamos. ¿Su mujer? ¿De qué demonios está hablando este lunático?

—¿Qué dijiste? —exclamo, con la voz ahogada por la tela y el pánico latente.

—¡Dije que tengan más cuidado contigo! —Alex repite, su tono duro, autoritario.

—¡No, no! —Resoplo, ignorando por completo el peligro que nos rodea—. Lo de «tu mujer». ¿Desde cuándo soy tu mujer?

—Desde que decidí que lo eres —responde con una tranquilidad absurda, luego susurra—. Sígueme la corriente por una vez en tu vida, mujer.

A pesar del secuestro, a pesar de que la muerte podría estar esperándonos al final de este viaje infernal, no puedo evitar soltar una risa incrédula.

—¡Ni en tus sueños más salvajes, Alex!

Puedo sentir la mirada de los secuestradores sobre nosotros, incluso sin poder ver nada. La incomodidad es palpable en el aire, como si la escena fuera tan absurda que ni ellos supieran qué hacer con ella. Pero no puedo detenerme. Es como un vómito verbal que mi cerebro, en su desesperado intento de distraerme del horror real, decide soltar sin filtro.

—Para empezar, no soy tu mujer. Ni siquiera soy tu amiga. Solo soy tu asistente, esa a la que explotas con jornadas laborales absurdas y a la que ahora has metido en esta locura.

—Evelyn… —Alexander suena como si estuviera perdiendo la paciencia, pero me importa un carajo.

—¡Y ni siquiera me agradas! —continúo, sintiendo cómo la rabia reemplaza mi miedo—. ¡Eres un egocéntrico, un maniático del control y un cínico! ¡Ah, y además, un mandón insoportable!

Un gruñido bajo y amenazante se escucha a mi lado, pero no es de Alexander.

—Cállate, niña —escupe uno de los secuestradores, su voz gruesa y llena de impaciencia.

Trago saliva de inmediato. Mierda. Por un instante, olvido dónde estoy.

Me olvido de que estamos en manos de personas peligrosas. De que tienen armas. De que no es un buen momento para una crisis existencial sobre mi relación laboral con Alex. Mi boca se cierra con un chasquido y me hundo en el asiento, abrazando mis propios brazos. El auto sigue avanzando, y la sacudida de las llantas contra el asfalto irregular me devuelve a la realidad.

Esto no es un mal sueño, de verdad esto está pasando. No sé quiénes son estos hombres, no sé qué quieren, pero lo cierto es que estamos por completo a su merced.

Mis pensamientos empiezan a girar en espiral de nuevo. Mi respiración se vuelve superficial dentro de la bolsa, y un nudo invisible se forma en mi garganta. Intento concentrarme en algo, cualquier cosa, para evitar que el miedo me consuma.

—No te agrado, ¿eh? —Alex murmura, y a pesar de la situación, su tono tiene un matiz de diversión.

Maldito psicópata.

—¿De verdad estás tomándote esto a broma? —susurro entre dientes.

—¿De verdad prefieres discutir sobre esto en lugar de pensar en cómo salir de aquí?

No tengo una respuesta para eso. Porque sí, claro que quiero salir de aquí, pero ¿qué diablos puedo hacer? No soy una heroína de acción, no sé pelear, y si intento escapar, lo más probable es que termine con un balazo en la pierna o algo peor.

Así que me quedo callada. La camioneta sigue avanzando y, poco a poco, el miedo vuelve a apoderarse de mí. No sabemos a dónde nos llevan. No sabemos qué quieren. Y lo peor de todo es que ni siquiera tengo idea de si saldremos con vida de esto.

El vehículo se detiene de golpe, y el chirrido de las llantas contra el suelo resuena como un eco siniestro en la oscuridad. Mi corazón, que ya iba a toda velocidad, se tambalea dentro de mi pecho con una nueva ola de terror. No sé qué es peor: la incertidumbre de lo que va a pasar o el hecho de que no tengo ningún control sobre la situación.

Debí meterme en clases de karate cuando pude.

Las puertas se abren con un rechinido metálico y, unos segundos después, unas manos rudas me agarran del brazo y me arrastran fuera. Intento aferrarme a cualquier parte del asiento, pero el hombre que me sujeta es demasiado fuerte.

—¡Camina! —gruñe, dándome un empujón.

Mi cuerpo tropieza hacia delante, pero antes de caer, Alex me sostiene. Su mano es firme en mi espalda, su agarre seguro, y me aferro a él como si fuera la única cosa estable en este maldito infierno. Pero el momento apenas dura. Nos empujan otra vez y mis pasos se tambalean sobre el suelo desigual.




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